Hay libros que te marcan.
Eso, además de ser un hecho, es una de las frases más manidas y utilizadas por
todos aquellos a los que nos apasiona la lectura. Lo que no le resta ni una
pizca de veracidad. Madrid me mata,
de Elvira Sastre, para mí, ha
sido de esos.
Hace un par de días —literalmente
hablando—, una de las personas más mágicas que me ha regalado Madrid, me
recomendó una librería. A mí, que me creía que ya las controlaba todas,
que ilusa.
El caso es que, conociendo su
impecable gusto, la busqué. Me tomé mi tiempo hasta llegar a ella, saboreando
el atardecer que abrazaba a aquellas horas a la Gran Vía madrileña,
deteniéndome en Callao para observar —como si fuese la primera vez— al icónico edifico
Carrión. Quizás con ese nombre a muchos no os suene, algo que, a buen
seguro cambia si me refiero a él como el edificio en cuya fachada destaca el
enorme neón de Schweppes.
No sé muy bien porqué, pero para mí, ese edificio, esconde algo de magia.
Un ratito más tarde, enfilé la calle
del Postigo de San Martin y en el número 8 allí estaba, La Central.
Debo confesar que siempre he sido más de pequeñas librerías, sobre todo de
aquellas cuyos libreros las sacan adelante con mucho esfuerzo, cariño y
dedicación. Pero, con la Central, creo que, a partir de ahora, voy a hacer una excepción.
Desde que te paras en su puerta
impresiona. Es lo que tiene que su local sea una casa palacio de unos 1200
metros cuadrados. Y cuando entras… cuando entras comienza toda una fantasía
literaria.
Podría llevarme todo un post analizándola
desde mis ojos, con la intención de trasladarla hasta los vuestros. Podría
hablaros de sus tres coquetas plantas, ordenadas con mimo; o de su
café-restaurante, abarrotado de lectores ávidos por devorar su recién adquirido
ejemplar; o también podría hacerlo sobre su coctelería o sobre su decoración
tan especial. Sin embargo, como ya adelantaba al inicio de este post, de lo que
hoy os quiero hablar en el diario de Ro es del libro que me llevé de allí y que, sin duda me ha robado el
corazón: Madrid me mata, de Elvira Sastre.
Dos días ha durado entre mis manos. En dos días —los cuales se me han hecho extremadamente cortos— me he devorado sus 297 páginas plagadas de historias, las cuales han cogido mi corazón —y mi alma— y le han dado la vuelta como si fuese un calcetín. Un carrusel de emociones que ha conseguido dibujar palabras a todo lo que para mí significa Madrid.
Mi
Madrid. Porque hay tantos “madriles” como gente que habita en esta ciudad.
Y el mío es muy similar al que ella narra este libro.
Llevo tiempo queriendo escribir
sobre mis inicios en la capital, y creo que ahora es el momento. Y voy a
hacerlo siguiendo la estructura de este libro, que es desde que ella llegó a la
capital hasta que decidió marcharse. Y lo llevaré a cabo realizando un paralelismo
entre su historia y la mía, citando —en ocasiones— sus poéticas palabras para
ilustrar sentimientos propios a los que me cuesta ponerle voz.
Espero que os guste, que
disfrutéis, y por qué no, que os emocionéis, conociendo mi mágico —y a veces
complicado— Madrid.
Me vine definitivamente a Madrid el
9 de agosto del año pasado. Con varias maletas cargadas, sobre todo, de
impaciencia e ilusión. Desde bien pequeña quise mudarme aquí, pero, por una
cosa o por otra, lo cierto es que no me atreví. Hasta que el año pasado sentí
que era mi momento. Ahora o nunca. Había cumplido treinta años, estaba en el
ecuador de una carrera que había empezado —para algunos— tarde, y necesitaba un
cambio de vida.
Llegue a mi Madrid en un estado
emocional bastante complicado. Si algo me había movido hasta aquí, sin duda,
era la experiencia de vivir en la capital, con la que llevaba soñando
algo más de una década. Pero también, no puedo dejar de reconocer que este
cambio también suponía una huida hacia delante. De una manera muy
similar a la que Elvira expone en su libro, a veces, “escapar es una forma de protegerse”. Protegerme de mis propios
miedos, y de una ciudad a la que, si bien adoro, en aquel momento me asfixiaba.
Comento, a menudo, con una gran
amiga de toda la vida, que también vivió este cambio de Huelva a Madrid, que no
te sientes definitivamente aquí hasta que no se van aquellos que te han
acompañado en el viaje. Y que verdad. Hasta que mis padres no se volvieron a
casa y cerré la puerta de mi nuevo piso tras ellos, no sentí que todo esto fuese
real, que ya todo había comenzado.
Aquella tarde se me cayó el mundo
encima. Dudé en salir corriendo y cobijarme de nuevo entre los brazos de mi
madre, pidiéndole que nos fuésemos de nuevo a casa. Pero arriesgué mucho para
comenzar esta aventura y ahora no podía volver atrás. Me lo debía.
Los primeros días fueron difíciles.
Porque Madrid es, como dice la Sastre, “una
ciudad océano, aunque no tenga mar. Cuando la conoces, te da dos opciones:
zambullirte en ella y flotar sobre la superficie o escapar a brazas antes de
que te ahogue”. Y yo,
definitivamente, había elegido la primera opción.
Así que, decidí ponerme el mundo
por montera y dedicar agosto a paladear, sin prisas, la ciudad. Y lo hice
totalmente sola. Mi entonces única compañera de piso estaba ausente, mis
amigas que vivían en Madrid, estaban todas de vacaciones en Huelva… Lo que
entonces me pareció un mundo ahora lo agradezco porque, gracias a eso, he
aprendido a amar mi soledad, a quererme como nunca antes y a comprender
que nunca estaré sola si me tengo a mí.
No tarde en intentar “hacer de este lugar mi mapa del tesoro, mi
barrera infranqueable, mi refugio intacto (…) mi caparazón”. Cada día, bien temprano, me marcaba la ruta a
descubrir durante aquella jornada. “Una
ciudad es solo un lienzo en blanco. Somos nosotros los que decidimos como
pintarlo”. Y eso es a lo que me dediqué durante aquel largo mes de verano
que tenía por delante, a pintar mi Madrid.
Nunca se me olvidará mis paseos,
desafiando la ola de calor que sufrimos entonces, en los que recorría barrios como
los de La Latina, Lavapiés, el Retiro, el Barrio de las Letras, Malasaña o
Chueca, encontrando en cada uno de ellos rincones que, sin duda, ya forman
parte de mí.
En la Latina está la que se ha convertido en mi cafetería favorita, Café del Art. La descubrí uno de aquellos días en los que buscaba un refrescante refugio ante el calor que asolaba la capital. Y, a partir de ahí, decidí volver. Su ambiente acogedor, su decoración con desbordante encanto, sus productos frescos y naturales —ojo a la tostada de queso de cabra— y su más que amable personal, ha hecho que en este espacio me sintiera, en aquellos días, a veces complicados, como en casa.
Además, esta
pequeña cafetería, siempre se me antojará especial porque entre sus mesas nació
este blog, un humilde proyecto que sigue siendo un sueño para mí y que
siempre se lo agradeceré a Madrid.
La Latina ofrece mucho. Por ello,
numerosas fueron las tardes en la que acudía a sus terrazas —o a los
interiores, dependiendo del calor que hiciese cada día— para leer, trabajar en
mis publicaciones o simplemente para contagiarme de su pintoresco ambiente.
Pero si algo caracteriza a este barrio, además de todo lo ya expuesto, es el
rastro.
Cuantos domingos he paseado por él,
buceando entre reliquias. Madrid me ha enamorado, sí, pero sobre todo en
verano. Cuando pueden hacerse los mismos planes disfrutándolos desde el placer
que da el poder andar sin compartir tu propio espacio vital con cientos de
desconocidos.
Por todo ello, vi entonces al calor
más como aliado que como enemigo, permitiéndome pasear como pez en el agua
durante aquellos domingos entre las pintorescas antigüedades que los
anticuarios exponen ante los ojos de todo el que por allí paseé. Numerosos son
ya los libros —cuanto más maltrechos mejor— que he comprado entre estos puestos.
Todos clásicos, con un toque mágico que solo poseen las cosas de segunda mano.
Cuando los leo y los tengo a salvo entre mis dedos, me pregunto quién o quiénes
los habrán acariciado antes de hacerlos los míos.
Lavapiés, en cambio, para estar al lado, me
parece que tiene un sabor totalmente diferente. Nada me entretenía más que
pasear entre sus divertidas y coloridas calles viendo los enormes murales que
puedes encontrar en cada esquina u observando las maravillas —de lo más
dispares— que encerraban sus balcones.
Es precisamente la placita que une
ambos barrios otras de las que me tienen maravillada. La plaza de Tirso de
Molina, con su ambiente bohemio, adecentada con flores de mil y un colores,
ha sido testigo de innumerables atardecer en los que, acompañada de mis libros,
disfrutaba de una cerveza entre sus terrazas. Ahora que no tengo tanto tiempo
de hacerlo lo echo demasiado de menos.
“No
soy capaz de contar las veces que un libro me ha salvado la vida”. A mí, en Madrid, me la han salvado
muchísimas veces. Y no solo eso, sino que se han convertido en mis inolvidables
compañeros de viaje, testigos mudos de cada pasito que en esta ciudad he
ido dando, siendo participes, conmigo, de los mejores atardeceres que he podido
disfrutar nunca, muchos de ellos desde mi terraza favorita en Tirso de Molina.
Si me encantaron los barrios de la
Latina y Lavapiés, Chueca y Malasaña, no iban a quedarse atrás.
Empezando por Chueca —en esta ocasión me es imposible ser objetiva—, sí es verdad que ya había paseado bastante por este barrio cada vez que venía a Madrid, por lo que ya sabía lo especial que resultaba su esencia. Chueca, ames a quien ames, tiene un hueco para ti. En Chueca, ames a quien ames, te sientes como en casa.
El Frida —del que no hace mucho escribí un post al que podéis acceder desde este enlace— desde mucho antes de mi mudanza, ya se había convertido en mi restaurante favorito de la capital, por lo que no era de extrañar que, ahora que vivo aquí, se haya convertido en una de mis paradas recurrentes en mis paseos por la ciudad.
A él se le une, entre otros, la Chuequita,
un bar situado en plena Plaza de Chueca que tiene un no sé qué que hace que lo
elija antes que al resto, que tampoco están nada mal, todo hay que decirlo.
Me encanta perderme por sus calles,
donde se respira libertad y diversidad, y donde siempre hay algo nuevo que
encontrar, como hice yo por casualidad con una de las intimas librerías—y con
mucho encanto— de las que hablaba al inicio de este post, Amapolas en
octubre. Sin duda, parada obligatoria para todos aquellos a los que nos
apasionan los libros.
Si para mi Chueca ya era
especial antes de vivir aquí, Malasaña ha sido mi gran
descubrimiento. A veces sueño con vivir ahí, y como “los sueños son la poesía de los despiertos”, quien dice que, algún
día, ¿no puede hacerse realidad?
De Malasaña me enamoraron sus calles, llenas de arte en forma de pinturas, murales o esculturas —de todas las formas y colores imaginables—. Malasaña es color, diversidad —al igual que Chueca— diversión, ruido, efervescencia o silencio.
Sin embargo, mis excursiones estivales no acabaron ahí, También hice mío el Barrio de las Letras, la Plaza de Santa Ana, la Plaza de España, la calle Princesa o el Templo de Debod.
Ay, el Templo de Debod. Si
Malasaña es mi barrio favorito, el rincón que, sin duda, se ha convertido en el
más mágico para mi es precisamente sobre el que se levanta este monumento.
Nada me gusta más que llegar hasta sus jardines, observar el impasible e
imponente templo, pasear por sus alrededores, imbuirme en la música que algún
cantante improvisado regala y sentarme en algún rinconcito a dejarme abrazar
por su atardecer. A veces lo hago leyendo, otras escuchando música, y otras
solo escuchando el aire que por allí corre, respirando magia.
Con septiembre todo cambió. Nuevo comienzo de ciclo y con él,
nuevas compañeras de piso.
Al principio, cuando ya era seguro
que me venía a Madrid, barajé la opción de mudarme sola, algo que no tardaría
en rechazar, no sin miedo ante que me depararían o como serían mis futuras
compañeras de piso.
La búsqueda de mi futura casa no
fue tan larga y tortuosa como esperaba. Lo elegí en el barrio que está situado justo
al lado de mi universidad, a tan solo una parada de metro. No me podía venir
mejor. Y mi barrio, lo adoro. Me permite estar en Madrid, pero escapando
del bullicio y de las prisas y aglomeraciones que, normalmente, asolan el
centro. Y lo hace estando lo relativamente cerca para, cada vez que quiera, pueda
zambullirme en cuestión de minutos en su incansable actividad.
Vi creo que, aproximadamente,
cuatro pisos diferentes, todos por la zona. Pero cuando traspasé el umbral de
este lo tuve claro. Tenía que ser el mío. Ahora, meses más tarde, mi habitación
con baño —lo sé, soy toda una afortunada—, se ha convertido en mi propia esencia,
en mi hogar.
Con septiembre y la vuelta al cole
también, como ya avanzaba anteriormente, llegaron mis nuevas compañeras de
piso. Nunca, por mucho que lo soñase, podría haber deseado tener unas
compañeras mejores que ellas. Tras medio año viviendo juntas puedo afirmar, sin
miedo, que no es que las aprecie, es que las quiero.
Personalmente, no sé lo que es
tener hermanas pequeñas, pero, desde hace meses, estoy segura que tengo
dos. Teniendo cada una dieciocho años —algo con lo que, al principio, tuve
algunas reservas— me han enseñado demasiado.
Con ellas se puede hablar de
absolutamente todo, con total sinceridad, se puede ser una misma, sin miedo a
juicios o a segundas intenciones. Son todo humildad, respeto, tolerancia,
trasparencia y honestidad. Son una parte de la familia que he creado en Madrid,
sin las que ahora no querría estar. Y es que, me encantan nuestras rutinas,
sobre todo por las noches. Intentamos cenar juntas a diario, dándonos el calor
que quizás echamos de menos de casa. Vemos cada día una peli elegida por cada
una, algo que nos enriquece a las tres, dándonos la oportunidad de conocer
cosas que igual, si no nos escucháramos no descubriríamos.
Con mis chicas, como las llamo,
hemos logrado construir una relación de esas que cuesta trabajo forjar, de esas
en las que las personas con las que la compartes se alegran de tus logros casi
más que tú y lloran contigo cuando tu alma grita. De esos momentos también
hemos tenido muchos. Porque la nostalgia y la tristeza, cuando menos te
lo esperas llega: “porque para mí la
nostalgia es eso: un olor que uno recupera sin darse cuenta, de manera
repentina, que le deja sostenido por encima del suelo unos instantes, escasos
pero suficientes, para irse a un sitio tan lejano que nada le alcanza. Quedarse
ahí, un breve momento. Y volver.
La otra realidad es que, a pesar de
estar viviendo nuestros sueños en la capital, no todo son luces, esta
experiencia también tiene sus sombras, y una de ellas es el no poder evitar —ninguna—
que nuestra mente viaje —quizás con demasiada frecuencia— a nuestras
respectivas ciudades, recordándonos el precio a pagar por no estar allí, entre
los nuestros, lo cuales —al igual que nosotras— también siguen su camino: “también pienso en aquellos acontecimientos
importantes que te perdías por estar lejos (…) la tristeza invade los días,
aunque Madrid se encargue de disimularla”.
Pero todo eso se disipa cuando
estamos juntas, porque cuando una baja, las otras dos las levantan hasta el
cielo de Madrid: “al fin y al cabo, somos
personas, ciudadanos que nos acompañamos y cuidamos los uno de los otros cuando
no podemos hacerlo por nosotros mismos”.
Continuando con los nuevos
comienzos, también empecé en la universidad. Si bien la carrera no
es lo que esperaba, ni se asemeja lo que me gustaría a la mía, las compañeras
que me estoy encontrando en el camino lo compensa absolutamente todo. Quien me
conozca sabe que, de primeras, soy extremadamente tímida, y mis niñas de
protocolo me lo han puesto siempre demasiado fácil.
Pero si hay dos puntos de
inflexión en mi vida madrileña, esos han sido el empezar a trabajar en Mr
Wonderful y mi colaboración con Radio Sefarad. ¿Qué por qué? Porque
en cada uno de ellos me he encontrado con dos verdaderos ángeles.
Que caprichosa es la vida que, un mes antes de empezar a trabaja en el que se convirtió “en mi pisito en Fuencarral”, fui a la tienda a comprarme la agenda de este año.
Recuerdo su olor tan característico cuando entré, la suavidad del gel de manos que me apliqué y la explosión de color que respiras nada más adentrarte en aquella maravillosa tienda.
Y a ella, la recuerdo a ella. Recuerdo
mi impacto cuando se acercó a ayudarme una chica de enormes ojos verdes, con un
eyerline infinito y una sonrisa de esas que traspasan la mascarilla.
Obviamente, me lleve la agenda y una muy buena experiencia a casa.
Quién nos iba a decir, en aquel
primer momento, que no solo sería mi compañera y formadora, sino que iba
a pasar a convertirse en otros de mis pilares fundamentales aquí en
Madrid, en parte de mi familia madrileña.
Juntas hemos pasado, en la tienda,
momentos divertidos, juntas hemos reído, llorado, bailado, gritado, corrido,
sacado pedidos infinitos, limpiado hasta la saciedad, aguantado comentarios
desafortunados… juntas hemos sobrevivido a cascadas de aguas fecales, a cambios
de escaparates in extremis o a clientas algo más que desagradables.
Para el recuerdo se quedan
todos esos cierres juntas en el que nos arreglábamos para desconectar luego por
Malasaña, la Latina, o Lavapiés. O todas aquellas veces que una u otra se venía
antes para compartir desayunos. O cuando librábamos y aun así nos acercábamos a
hacernos una visita y alegrarnos la tarde la una a la otra. Y que suerte
haberte encontrado, mi ángel negro.
Porque de ahí saltamos a la
realidad fuera del maravilloso mundo de Mr Wonderful. Me enseñaste aún más
rincones los cuales, en su mayoría, ya considero también —con tu permiso— un
poquito míos, hemos hecho un sinfín de actividades culturales —y las que quedan—
y me has acogido en tu grupo de amigos y en tu familia. Me has abierto las
puertas de tu casa, he conocido a tu pareja —al que ya puedo considerar también
amigo—, a tus gatos… a tu mundo. Y me llevaste hasta tu ciudad favorita.
Ahora solo puedo desear el ver a donde nos lleva juntas este camino tan bonito
que se llama amistad. Amistad a primera vista, como siempre le decimos,
amiga.
Mi otro ángel llegó gracias al Centro Sefarad. Desde que llegué la capital, igual que la recorrí sola de cabo a rabo, tampoco escatimé en acudir a todas aquellas actividades culturales que me interesaran, y han sido muchas.
Una de las primeras cosas que hice
cuando me vine a Madrid, fue dirigirme, tanto a la Casa de México como
al Centro Sefarad Israel. En relación a este último, para nadie que me
conozca pasa desapercibido mi gusto por la historia y lo involucrada que estoy
con todos los temas relacionados con la II Guerra Mundial y el
Holocausto, por lo que no dudé en apuntarme al ciclo que estaba llevando a
cabo y que se llamaba: El Holocausto, del
libro a la pantalla.
En él, una vez al mes, debíamos
leernos un libro y ver su homóloga cinematográfica para, una vez hechos los
deberes, citarnos en una mesa redonda donde poder comentar todo lo que consideráramos
oportuno.
Y, precisamente, en una de esas
citas apareció ella. Estábamos en una de mis bibliotecas favoritas de
las que frecuento en Madrid, la biblioteca Eugenio Trías, en el Retiro,
comentando el libro —y la película— de Un
saco de canicas, de Joseph Joffo. Un libro que, por cierto, me maravilló.
Al finalizar la jornada, mi ángel se
me acercó para recomendarme algún libro, era la primera vez que la veía, conociendo
quien era y a que se dedicaba una vez la presentaron al inicio de la sesión. Fue
entonces cuando me armé de valor y le hablé un poco de mi pasión por la
Gestión Cultural, por la historia y, en concreto, de la historia del judaísmo. Mi
ángel blanco, adorable hasta decir basta, me instó a que le mandara el proyecto
sobre el papel de las mujeres durante el Holocausto que le comenté que hice
para una asignatura de la universidad animándome a que, en base a él,
hablaríamos.
Recuerdo que intenté mantenerme
serena y contener la emoción mientras intercambiábamos correos con el fin de
ponernos en contacto pronto. Pero nada más salir de la biblioteca las lágrimas
de alegría brotaron por si solas, y sin permiso, por mis mejillas. No tenía
nada seguro, pero había sido capaz de vencer mi timidez y dar un pequeño pasito
para acercarme al mundo que tanto me apasiona. Recuerdo las palabras de mi
padre, al otro lado del teléfono, cuando lo llamé, aún en el parque. Él estaba
convencido de que todo saldría bien. Y como siempre, tuvo razón.
Ahora el programa de “mujeres en la Shoá, ángeles y demonios”
es una completa realidad, retrasmitiéndose en Radio Sefarad de la mano
de mi ángel, y nunca mejor dicho. Una persona que, sin conocerme, ha confiado
en mí, dándome la oportunidad de hacer este trabajo de investigación que tan
feliz me hace realizar.
Ahora ella es mucho más que mi
jefa. Quizás haya gente que no lo entienda, pero cuando te vas a una ciudad
nueva, lejos de los tuyos, los vínculos que estableces con tu nuevo entorno son
mucho más intensos, y más si ambos sois emigrantes en esta gran ciudad que
nos acoge a todos. Porque a falta de estar aquí con nuestras familias es
inevitable que, entre todos, creemos una.
Ahora, seis meses después,
pensándolo en frio desde el escritorio de mi habitación, sonando la música de Zahara
de fondo, respirando aroma a lavanda y viendo por la ventana como no para de
llover, estoy convencida de que Madrid no se podría haber portado mejor
conmigo. Me está regalando experiencias inolvidables, me está brindando la
posibilidad de conocer gente que nunca hubiese imaginado, me está otorgando la
posibilidad de viajar —casi a cualquier parte del mundo— a solo unas pocas paradas
de metro, me está regalando, además, el poder dedicarme a temas que me
apasionan —no sin esfuerzo— y, sobre todo, me está haciendo más fuerte.
Y aunque la vida es volátil y no sé aun lo que me deparará mi destino, lo que sí que tengo claro es lo que, a estas alturas, a ciencia cierta no quiero. Y creedme, eso no es cualquier cosa.
Solo tengo aún una asignatura
pendiente. El echar de menos. Tengo la suerte de coincidir aquí con
amigas —algunas de toda la vida y otras de casi toda— que están en la misma
situación que yo, viviendo aquí, pero con el corazón y la mente en Huelva. Y
todas coincidimos en que eso es lo más difícil, echar de menos.
Es complicado mantenerte aquí,
luchando por tus sueños sin que, a veces, te asalten dudas… ¿lo estaré
haciendo bien?, ¿será aquí donde debo estar?, ¿debería volver?, ¿realmente esto
compensa? Me temo que esas dudas nunca desaparecerán por completo, pero de lo
que también estoy segura es que aprenderé a vivir con ellas, igual que con las
despedidas. Ay las despedidas. En esto también coincidimos todas cuando
lo hablamos.
En mi caso personal, he tenido la
inmensa suerte de que dos de mis mejores amigas onubenses han venido a
visitarme. Al igual que mis padres. A todos ellos les he llevado a la
mayoría de sitios que he nombrado anteriormente, ofreciéndoles un pedacito de
mi Madrid para que también sea ya un poquito de ellos. Sin embargo, lo peor
llega en el momento de la despedida. No sé si son más duras estas o las que
vivo cuando bajo a casa y debo volver a Madrid.
Ese es otro punto que comparto con
Elvira Sastre y con la reflexión que ella misma hace en el libro al que vengo
haciendo referencia hoy: “¿No tenéis la
sensación de que la gente que te espera sigue siendo la misma que cuando te
fuiste y tú, en cambio, eres alguien totalmente diferente después de tu viaje?
Cada vez que bajo a casa intento
ver a todos los míos. Y siguen siendo los de siempre —y menos mal—, pero ojalá
ellos pudieran ver dentro de mí lo diferente que soy cada vez que bajo. Ojalá
pudiesen entender todo lo que ha acontecido en mi alma durante estos seis
intensos meses, todas las batallas interiores que he librado… sin ellos.
Porque sí, la vida sigue,
para todos, atropellándote por el camino tanto para bien como para mal, pero
hay personas que siempre vas a llevar contigo y a las que, pasé el tiempo que
pase, las vas a echar de menos como si fuese ayer, porque están hechas de acero
inolvidable: “cada una de nosotras
estamos hechas de un puñadito de gente que queremos llevar a todas partes,
estemos donde estemos. Así es imposible no encontrarlos en todos sitios”.
Lo que quizás ellos no saben es
que, aunque una y otra vez las vías del tren nos separen, devolviéndome a mi
nuevo destino, ellos siempre viajan conmigo, simplemente porque son parte de
mí.
Como también lo es Madrid. Porque a
mi “Madrid me mata para hacerme renacer
de nuevo, como los mejores sueños: esos que se cumplen”. Y Madrid, pase lo
que pase, está en mi lista de sueños cumplidos y porque “amo a Madrid. Adoro esta ciudad porque siento que ella también me
quiere a mí ya que me defiende, me protege, me ofrece oportunidades, me acoge y
me cuida sin pedírselo.
Gracias incesante por seguir ahí, justo al otro lado
de la pantalla. Siento que a través de mis palabras puedo tocarte, disfrutar
contigo y emocionarnos juntos. Pero, sobre todo, gracias por compartir conmigo
estas líneas donde me desnudo sin reservas, casi como una necesidad. Porque eso
hacemos los que escribimos, soltar todo lo que llevamos dentro, para sanar.
Mi aventura en Madrid continua, aún
me quedan algunos pedazos que recoger de mi misma para volver a estar completa.
No me importa, ya no tengo prisa, lo único que quiero es disfrutar del camino,
un camino que me resulta mucho más lleno de luz si lo camináis, a través de
estas páginas conmigo.
Un saludo enorme y nos vemos
pronto, muy pronto, en otra entrega más del
diario de Ro. Gracias y, si quieres, nos vemos en mi Madrid.