El segundo relato que voy publicar en “El diario de Ro” es uno de los que tuve que realizar para el curso de “Escritura Creativa” que realicé el año pasado con Escuela Cursiva.
Las indicaciones consistían en crear un relato a partir de una experiencia que hubiésemos tenido recientemente. No me lo pensé, lo haría de mi pasada visita (realizada durante el verano de 2020) a Auschwitz-Birkenau.
Este es un relato puede resultar algo duro, el cual mezcla la
realidad de mi visita con partes añadidas según las experiencias de otras
personas que, también, han realizado dicho recorrido y que complementan mi visión
del mismo, enriqueciéndola.
Espero que os guste, porque al igual que el relato
anterior, este significa mucho para mi, pues rememora uno de los viajes más
especiales de mi vida. Y no solo por la compañía, ni por como me enamoré de Polonia (de lo que hablaré largo y tendido en otras publicaciones), sino también por lo especial que es,
en concreto, este tema para mí.
A continuación, os presento “Auschwitz, un punto de
inflexión”, cuyo título he elegido porque, además de que estoy totalmente convencida de
que Auschwitz (y por ende, todo lo sucedido durante el Holocausto nazi) supuso un
punto de inflexión en la historia de la humanidad, creo firmemente que, quien visite
este campo de exterminio, sufre irremediablemente en su vida un
punto de inflexión, viéndola, desde el instante que sale de nuevo por su enorme
portalón, a través de un prisma totalmente diferente.
¿Te atreves a cruzarlo conmigo?
Auschwitz, un punto de inflexión.
Por fin llegó el momento. Después de tanto tiempo, preparativos,
incertidumbres, dudas y miedos, al fin llegó el día… El día en que iba a
visitar el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.
Desde hace ya bastantes años, el tema del Holocausto,
y todo lo que lo rodeaba, era algo que me obsesionaba. Todo comenzó cuando
llegó a mis manos “El diario de Anne
Frank”. Recuerdo que la primera vez que lo leí apenas tenía la misma edad
que la pequeña Anne, por lo que me resultó demasiado sencillo ponerme en su
piel.
No alcanzaba a comprender, en aquel momento, como una
niña — de la que lo único
que me diferenciaba era la religión que profesaba— tenía que estar viéndose obligada, de golpe y
porrazo, a madurar, a marchas forzadas, para intentar digerir, en la medida de lo
posible, todo lo que se le estaba viniendo encima, a ella y a su familia.
Y es que no podía entender, a medida que las páginas
del diario avanzaban, como una sociedad, aparentemente cada vez más avanzada y desarrollada,
fue capaz de sobrepasar y pisotear todos los límites de los derechos humanos
de la manera tan dantesca, cruel y desalmada como sucedió durante el Holocausto nazi.
Quizás fue, tanto por lo que me impactó la historia narrada por Anne, como por saber que éste fue un relato real y que, efectivamente, había sucedido, que decidí comenzar a investigar
más sobre el asunto, para intentar llegar a entender como se pudo llegar a aquello.
Al “diario de
Anne Frank” le siguieron un sinfín de libros, documentales y películas que
no hacían más que arrojar un poco más de luz a todas las incógnitas que me
inundaban sin cesar. Y que, al contrario de lo que imaginaba, cuanto más
descubría, más numerosas eran las preguntas a las que necesitaba responder.
Viajé a Ámsterdam, para conocer, de primera mano, la famosa “casa de atrás”, donde permaneció confinada Anne, su familia, los Van Pels —otra familia judía— y Fritz Pfeffer —amigo de Otto Frank, padre de Anne—, hasta que fueron descubiertos y deportados. Visité también a Berlín, fiel testigo de la mayor parte de los acontecimientos sucedidos antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Y ahora me encontraba en Polonia. Concretamente me situaba en Oświęcim, un pueblecito a setenta kilómetros de Cracovia, a las puertas del que, sin duda alguna, fue el peor campo de exterminio del todo el Holocausto nazi, Auschwitz-Birkenau.
El calor apretaba, y el deslumbrante sol, propio de las primeras horas de las tardes de verano, me dificultaba, y mucho, la visión del temido cartel que entonces descansaba sobre mi cabeza. «Arbeit macht frei», leí, y al hacerlo, no hubo bello de mi piel que no se pusiera de punta.
No podía moverme, estaba impactada. Tanto tiempo esperando
este momento y ahí estaba, frente a las puertas del sitio sobre el que tanto había leído,
investigado y visto en mil películas. Y ahí estaba… Plantada y paralizada bajo el enorme portalón de Auschwitz-Birkenau.
Sonreí tímidamente al reconocer la B invertida de la macabra
frase de bienvenida que acababa de leer. Recordé lo que sobre ella descubrí en un libro. Esta letra,
colocada del revés, no fue un fallo, como a priori podía parecer, lo que realmente
significaba era un pequeño acto de rebeldía, por parte de los primeros presos polacos
que habitaron el campo, al verse
obligados a forjar esta irónica cita. “El trabajo os hará libre” significaba,
cuando en realidad, nada de lo que sucediese entre sus electrificadas
alambradas los liberaría. De Auschwitz solo se podía salir a través de la
muerte. Algo que no tardarían demasiado en comprobar.
Recordando todo aquello me estremecí. Y como si de un
acto reflejo se tratase, agaché la cabeza y clave la vista en mis pies. ¿Cuánta gente
habría muerto justo donde estaba yo inmóvil en aquel momento? Sentí, de pronto,
que el suelo me quemaba, y avancé. Y entonces comenzó mi desfile entre los numerosos barracones que componían el campo.
Al principio, Auschwitz I, que es donde comencé
el recorrido, me dió la sensación que era un sitio que engañaba. A simple vista podría incluso
parecer un paraje idílico, lleno de zonas verdes e invadido por una gran tranquilidad. Nada más lejos
de la realidad. Esos edificios de ladrillos eran testigos silenciosos del horror, de la crueldad y de la
muerte infligida de la manera más despiadada que cada uno pueda imaginar.
Una de mis primeras paradas fue frente al barracón
número diez, conocido como el “hospital” del campo. Dentro de sus gruesas paredes Josef
Mengele, el médico jefe de Auschwitz-Birkenau, realizaba verdaderas atrocidades y
experimentos clínicos con los presos, utilizándolos como verdaderos conejillos de
indias. Un hecho que se agravaba, aún más si cabe, sabiendo que esas terroríficas pruebas,
sobre todo, las realizaba con niños. Sentí nauseas solo de recordarlo. Por un momento creí que iba a vomitar.
Pero si la situación comenzaba a tornarse cada vez más desagradable, cuando avancé hacia el barrancón que aguardaba las salas donde estaban depositados los diferentes objetos personales de los presos, ya creí haberlo visto todo. En cada una de esas habitaciones había, tras diferentes cristaleras, un sinfín de maletas, zapatos, gafas, y diversos de enseres extraídos, todos ellos, de los deportados que llegaban al campo a diario.
Cuando se les arrestaba para ser trasladados a los
supuestos campos de trabajo, se les animaba a
que hicieran un par de maletas donde debían guardar sus pertenencias más
importantes. Objetos y recuerdos que, una vez bajasen del tren, no iban a
volver a ver nunca más.
Cuando me situé frente al enorme cristal de la última habitación que me quedaba por visitar dentro de aquella estancia, no pude evitar llevarme las manos a la cabeza... Era pelo humano. Enormes montañas de pelo humano que parecía no tener fin.
Lo primero que los nazis hacían, cada vez que ingresaban nuevos presos al campo, eran raparlos, excepto a quienes mandaban directamente a las cámaras de gas. El objetivo era, con ello, contribuir a la perdida de la identidad de todas y cada una de las personas que acababan allí. Otro ingrediente más del horror y del sin sentido que suponía todo aquello.
Tras un largo rato frente al desgarrador paisaje que tenía delante, continué con el recorrido. Pasé por la pared de fusilamiento, por las celdas de castigo y por las letrinas, hasta llegar a otra enorme sala donde había fotos de parte de los presos. Decenas y decenas de imágenes de personas, de todas partes del mundo, ocupaban las paredes del largo y descuidado pasillo. Todas ellas rapadas y ataviadas con sus correspondientes trajes de rayas, otro de los testigos de uno de los peores horrores que se ha vivido en la historia de la humanidad. Y que pena. Era lo único que podía sentir, pena, y rabia, mucha rabia.
Exhausta, continué mi visita hasta llegar a la peor
parte de la misma, la cámara de gas. La única que sobrevivió a la propia
destrucción que sobre ellas aplicaron los nazis al saberse derrotados y al
conocer el avance imparable de sus tropas enemigas hasta estos campos, en un
intento inútil de borrar cualquier huella de lo que allí habían estado llevando a cabo.
Se accedía al interior por la parte trasera. Precisamente por la puerta por la que los sonderkommandos sacaban los cuerpos sin vida de sus propios compañeros, incluso, a veces, de sus propios conocidos y familiares. O lo que quedaba de ellos tras sufrir al letal Ziklon B y tras pasar por los crematorios. Resto que, en la mayoría de las ocasiones, eran meros puñados de cenizas.
Tras tomarme mi tiempo para entrar, finalmente, accedí a su interior. Allí me
recibieron, en primer lugar, los hornos crematorios. En ellos se quemaban los
cuerpos que yacían inertes tras la horrible experiencia sufrida con el Zyklon B, no sin antes realizar un último reconocimiento por si los nazis podían
sustraerles algo más, aunque fuese algún que otro diente de oro o cualquier otro detalle significativo que ellos considerasen útil o valioso.
Con el corazón encogido, entré a la habitación que era
propiamente la cámara de gas. Por mucho que me esfuerce, dudo mucho que
encuentre palabras que siquiera se asemejen a lo que realmente sentí una vez allí.
Hacía tanto calor que respirar se antojaba demasiado difícil. El aire estaba tan denso que quemaba la garganta. Cuando me giré hacia la pared, me dirigí hacia uno de los laterales como si hubiese un imán que me atrajese sin remedio hacia ella. Estaban todas cubiertas de arañazos prácticamente hasta el techo. Prueba de la desesperación de las víctimas a salir, como fuese, de aquel infierno.
Cuando estuve delante de aquella pared, no pude evitar deslizar las yemas de mis dedos, con sumo cuidado, por los diferentes surcos que se erigían como los principales testimonios de la masacre, con mayúsculas, que entre aquellos letales muros de piedra se vivió.
Entonces, y solo entonces, rompí a llorar. Todo lo que había
intentado contener hasta ahora dentro de mi salió como si hubiesen abierto las
compuertas de un embalse de agua, siendo totalmente imposible controlarlo. Apoyé la
cabeza sobre mi mano, que tapaba en aquel momento uno de aquellos arañazos e intenté recomponerme, respirando y digiriendo el dolor que flotaba en el ambiente.
En ese momento mil preguntas no dejaban de asaltarme ¿por qué todo este horror?, ¿por qué tantísimas personas tuvieron que sufrir lo
que entre estas paredes se habían vivido?, ¿ qué habían hecho, para más inri, los niños, o los bebés recién nacidos, para ser
condenados a aquel fatídico final? ¿Cómo se había llegado a tal
deshumanización? No podía entender ni comprender, por más vueltas que le diese,
como se había podido llegar hasta ahí.
Y justo en ese momento, comprendí que hay respuestas
que jamás encontraría, por mucho que investigara sobre las preguntas.
Porque lo que allí había sucedido se escapaba de toda lógica. No había explicación. Era simplemente una
aberración.
El resto del trayecto lo hice como si tuviese una
mochila muy pesada cargada sobre mi espalda. Me tomé el breve trayecto
en autobús hasta Birkenau —también conocido como Auschwitz
II— para intentar
asumir e interiorizar todo lo que había vivido durante el día hasta entonces.
Al llegar a mi segundo destino, la primera impresión que me llevé de Birkenau fue que, a diferencia de Auschwitz I, este segundo campo no engañaba, Birkenau era muerte, y se notaba.
Apenas puse un pie en sus instalaciones, reconocí de inmediato las mortíferas vías por las que los miles y miles de deportados llegaban a su destino final. Tras pasar la puerta de este recinto, una vez los vagones dentro del campo, los miembros de las SS bajaban a trompicones a todos los nuevos presos que llegaban, separándolos en dos enormes filas, hombres por un lado, y mujeres y niños por otro.
Tras la separación tenía lugar, allí mismo, la selección, donde un grupo de altos cargos nazis decidían si quienes tenían delante vivían —por el momento— y entraban al campo de exterminio a trabajar hasta la extenuación, o si —definitivamente— iban directamente a la cámara de gas. Un destino, este último, casi seguro para todo aquel que estuviese enfermo, discapacitado o para, prácticamente, todos los niños menores de doce años, si no resultaban ser seleccionados para los experimentos médicos de Mengele, claro.
En este cruel escenario, sobre el que todavía me encontraba, se podía observar otra de las piezas claves del recorrido, un vagón de ganado como
los muchos en los que habían sido trasladados hasta allí los deportados desde todos los
rincones de Europa.
Eran vagones, por supuesto, sin asiento ni ninguna otra comodidad, y donde, normalmente, se trasportaba animales. Podía imaginar, al
tenerlo frente a mi, la situación que las miles de personas que viajaban en
cada uno de ellos vivieron dentro de ellos, sin luz, sin agua, sin
comida, sin ningún sitio donde hacer sus necesidades, etc. Y todo eso durante días, y días, con miedo, con incertidumbre, sin saber que destino les aguardaba y sufriendo unas condiciones climáticas de
lo más adversas. Era la antesala de lo que, entre estos muros, les quedaba por
afrontar. y por sufrir.
Al continuar con mi visita, fui consciente de que, mirara
hacia donde mirara, no había horizonte que no estuviese repleto de barracones. Sus imponentes 170 hectáreas de terror abarcaban todo lo que mi vista podía llegar a alcanzar.
Y es que, en Birkenau se respiraba muerte, no se podía añadir nada más.
Seguí caminando por el extensísimo campo. Pude ver los
restos de las diferentes cámaras de gas, totalmente destruidas, el monumento a
las víctimas del Holocausto, cuyo escrito conmemorativo estaba impreso en los
diferentes idiomas de quienes habitaron, y perecieron, en este campo y, además,
pude entrar en uno de los incontables barracones para comprobar como eran sus
instalaciones por dentro.
Y ahí terminó el recorrido.
Cuando de nuevo regresé a las
vías del tren, fuera ya de los límites de este terrible campo de exterminio, me
deje caer sobre una enorme piedra a la espera de que llegara el autobús que me trasladaría
de nuevo a Cracovia.
Me acurruqué abrazando mis rodillas, hundiendo la cabeza entre
ambas. Quería guardar todo lo que acababa de vivir en mi mente, en mis
recuerdos. Blindarlos con acero inolvidable. Y entonces entendí porque me sentía tan vinculada a este tema... Solo
entonces comprendí porque me sentía con la necesidad de saber continuamente más
y más sobre todo aquello.
Y era, precisamente, porque era lo único que yo, como
persona individual, podía hacer para honrar la memoria de las millones y
millones de víctimas que se cobró el Holocausto nazi. Conocer lo que vivieron,
recordarlo y, por supuesto, trasmitirlo. Se
lo debía. Bueno, en realidad creo que se lo debemos un poco todos.
Pero, a pesar de que en ese momento me sentía totalmente abatida, quería intentar no quedarme solo con lo negativo, sino también con lo positivo que podía extraerse de todo aquello que, además, era mucho. Y quería hacerlo siguiendo la estela de la pequeña Anne Frank, quien dejaba patente en su diario este sentimiento optimista en frases como “no veo la miseria que hay, sino la bondad que aún queda”.
Y es que también existieron muchas
personas que arriesgaron su vida para salvar otras. Valientes, de todas las
partes del mundo, que hicieron lo que cada uno tuvo en su mano para salvar miles
de vidas inocentes condenadas sin remedio al exterminio. Y a esas personas, sobre todo a ellas, había que recordarlas.
Porque, ahí estaba la clave, en recordar, para que nada de esto, nunca, vuelva a pasar.
. . .
Finalmente, y tras un rato que se me antojó una
eternidad, el autobús arrancó. Auschwitz- Birkenau quedaba atrás, y con él también lo hacía una parte de mí, y otra nueva viajaba ahora conmigo. Porque
sí, fue un recorrido duro, pero fue una experiencia que, sin duda, me iba a cambiar para
siempre. Fue, totalmente, un punto de inflexión.
Pasaban los minutos, y el traqueteo del autobús, el
cielo contaminándose de la oscuridad de la noche, el silencio, y el frio que
por fin acariciaba mi piel, anunciaban el final
Sin embargo, y a pesar del torbellino que aún notaba en mi interior, sentía paz. Paz y la necesidad de contar lo que acababa de vivir a todo aquel que me quisiese escuchar . De hecho, pensaba hacerlo nada más llegase de nuevo a España. Y es que, de pronto, tenía prisa por hacerlo, que no había tiempo que perder. Y sentía que debía hacerlo por todos aquellos que fueron cruelmente silenciados, por todos aquellos que perdieron su vida pidiendo auxilio y por todos aquellos que, directamente, se la jugaron y perdieron intentando escapar o ayudando o contribuyendo, de cualquier manera, a que este horror llegara a su fin.
Y porque llegué, además, al convencimiento de que el mundo estaba volviéndose, de nuevo, un poco loco. Y esto… Esto solo podía ayudar. Ayudar, a través del conocimiento, a que hagamos todo lo que esté en nuestra mano, aunque sea de manera individual, para que esto no suceda nunca más.
Y por fin, con la calma poco a poco invadiendo mi cuerpo —y mi alma— fui capaz de cerrar los ojos y descansar hasta llegar de nuevo a Cracovia, la ciudad que, a pesar de todo, me había robado el corazón. Y que para mí, no significaba el horror, sino que se convirtió, desde aquel preciso instante, en la imagen de la valentía y de la esperanza. La esperanza de que algo así, jamás vuelva a repetir.
*Todas y cada una de las fotos que ilustran este relato son propias, tomada durante mi visita al campo de exterminio Auschwitz-Birkenau durante el verano del 2020.