Hace dieciocho años, la explosión de diez bombas acabaron con la vida de casi doscientas personas en pleno corazón de Madrid. Y para hacerles mi pequeño homenaje a aquellas víctimas —y a sus familiares— me atrevo a publicar un relato que tuve que realizar para uno de los cursos de escritura creativa que he realizado. Es un relato de ficción, con el que espero os emocioneis y os acerquéis a lo que se vivió allí durante aquellas terrorificas horas.
Antes de empezar con la historia de Rocío —que así se llama la protagonista— , me gustaria recomendaros el documental "11M", que puede verse en Netflix. Lo vi hace un par de días y me pareció magistral, no solo por como cuenta los hechos acontecidos antes, durante y después del atentado, sino que, además, expone sin tapujos hasta que punto las altas esferas son capaces de intentar manipular a la opinión pública —sin ningún tipo de escrúpulos— totalmente a su antojo. De verdad, es tremendamente interesante.
Sin más dilación, os dejo con este pequeño relato. Ojalá os guste y os emocionéis tanto como yo misma lo hice mientras le daba vida a sus protagonistas. Y, por supuesto, bienvenidos, una vez más, a una nueva entrada del "el diario de Ro".
“Y ya estamos llegando, mi vida ha cambiado
Un día especial este once de marzo
Me tomas la mano, llegamos a un túnel
Que apaga la luz”…
No puedo seguir escuchando. Me levanto a toda prisa y, de un golpe seco, apago la radio. Hay heridas que, aún hoy, dieciocho años después de aquel once de marzo, todavía escuecen como solo lo hacen aquellas que supuran por debajo de la piel.
Muchas han sido las veces que he intentado
enfrentarme a jueves, de la oreja de Van Gogh. Pero todavía no he
sido capaz de escuchar más allá de aquella estrofa, justo como ahora. En lugar
de ello, casi como un acto reflejo, cierro los ojos y retrocedo casi veinte
años, justo hasta aquella desoladora mañana de marzo que, aún hoy, sigo sin
poder dejar atrás…
.
. .
De repente, en medio del más absoluto
silencio, sonó aquel destartalado despertador. Con gran hastío lo apagué,
quedándome en duermevela durante un rato más corto de lo que, en realidad, me
hubiese gustado. Recuerdo, con meridiana precisión, que aquella mañana madrugaba,
y mucho, abriendo mis ojitos aun cuando Madrid apenas comenzaba a despertar.
Eran las seis y media de la mañana, la
vida estaba a punto de comenzar. Los comercios empezaban a prepararse para
recibir sus pedidos, los bares calentaban motores de cara a los desayunos, y la
gente empezaba a movilizarse para llevar a los niños al cole o para ir a
trabajar. Éste último era mi caso. Precisamente,
aquel fatídico jueves, me levanté tan temprano —algo bastante inusual en mi—
para ir a la tienda donde trabajaba a sacar uno de nuestros pedidos infinitos.
No quería llegar tarde, por lo que, poco después
de espabilarme, y aún más dormida que despierta, me obligue a abandonar la cama
y pasar por la cocina, donde dejé calentándose en el microondas una taza de té
con la intención de que estuviera lista una vez hubiese terminado de darme una
reparadora, y rápida, ducha.
Me llevé debajo del agua el tiempo
necesario, con el objetivo de coger fuerzas y poder ser persona y no un zombi
somnoliento, que era en lo que solía transformarme los días que me despertaba
tan temprano.
Una vez arreglada y lista, desayuné. Al
sacar el té de aquel viejo cachivache —mientras inspiraba su agradable aroma con sabor a canela— no pude evitar mirarme los
pies. Sonreí. Mi padre siempre me reñía por manipular los electrodomésticos
descalza. A buen seguro, si pudiese verme ahora, me regañaría.
Mis padres… hacía prácticamente seis meses
que no los veía. Siendo sincera, si quiera era por el problema de la distancia,
como sí que era el caso de algunas de mis amigas cuyas familias vivían en otras
provincias o, incluso, en otros países, pero no era mi caso. Mis padres vivían
en Alcalá de Henares, a poco más de cuarenta y cinco minutos en coche de la
capital. Sin embargo, hacía medio año que había empezado a trabajar en una
pequeña tienda en la calle Fuencarral, dejándome sin tiempo casi ni de
respirar. O eso me decía continuamente a mí misma para sentirme menos culpable
ante esta situación, me temo.
La última vez que los vi fue para el
cumpleaños de mamá, y la última llamada que les hice fue hacía una semana. Ya
era hora de volver a hacerlo.
Me dirigí —abrazando entre mis manos la
vieja taza de té — al sofá
que estaba justo en frente de mi coqueto balcón, siempre abarrotado de flores. Me
acurruqué en una esquinita, me tapé con mi deshilachada manta —obsequio de mi
abuela— y seguí con la vista a Trufa hasta que esta se acurrucó junto a mis
pies. Cuando todo estaba en calma, descolgué el teléfono. Tenía la intención de
contarle a mi madre —aprovechando que no había día en que ella no madrugara— que,
ya que el fin de semana me lo habían dado libre, iba a ir a verlos. No podía
controlar mi emoción, mis ganas… Creo que, por eso, sentí que pasó una
eternidad entre que marqué su número de teléfono y entre que mi madre descolgó,
aunque realmente solo pasasen unos escasos segundos.
—¡Mami creía que ya no me
cogerías el teléfono!, casi me salta el contestador— inquirí con demasiada
impaciencia.
—Hola hija perdona, es que no encontraba
donde había dejado el dichoso móvil. Lo oía, pero no era capaz de localizarlo.
¿Qué tal estás Rocío?
—Bien mamá, ayer llegué bastante tarde de
trabajar, pero bueno, este fin de semana voy a tenerlo libre, así que a
descansar. Me preguntaba si tendríais planes a partir de mañana, me gustaría ir
a veros y pasar un par de días con vosotros. Siempre y cuando me hagas un cocido
de los tuyos, por supuesto— dije mientras me relamía solo de imaginar el poder
degustar una de sus maravillosas recetas.
—Claro que si mi amor, que alegría me has
dado. Papá ha salido hace un rato y no voy a poder llamarlo porque, ya sabes,
como siempre se ha dejado el móvil en casa, ¡pero verás que contento se va a
poner también cuando sepa que vas a venir a casa! Que buena noticia me has dado
hija.
—Bueno mami — dije con una sonrisa dando
por terminada nuestra conversación —. Te llamo luego confirmándote la hora y todos
los detalles, que voy a desayunar y voy corriendo al trabajo. Un beso. ¡Estoy
deseando veros!
—Un beso mi niña. Y yo. Te quiero.
A pesar de tener ya veintiocho años, aún
me sorprendía lo diferente que era de mi madre. Mientras que a mí me costaba
horrores abrir mi corazón, mi madre lo hacía de una manera totalmente despreocupada
y natural. La envidiaba por ello. Sin embargo, quizás por eso solía sentirme algo
más en sintonía con mi padre, porque ambos sí que, en eso, éramos muy
similares, queriéndonos, pero sin que fuesen necesarias palabras o gestos de
desmedido cariño. Con mirarnos nos bastaba, cruzando nuestras miradas lo
entendíamos todo.
— ¡Trufa!, ¡que mañana vamos a ver a los
abuelos!, ¿no estás emocionada?, ¡con lo que los echamos de menos! ¡Por fin un
día en familia! — le decía emocionada a Trufa mientras la despertaba de su
recién iniciado sueño levantándola del sofá para dejarla sobre mi regazo.
Mi gata protestaba, pero me dio igual, besándola sonoramente en su cabecita cobriza para dejarla después en el suelo. Tras aquel dulce momento, aproveché para terminarme el té y para darle un último bocado a una de las magdalenas que tenía colocadas, estratégicamente, en una cajita trasparente muy mona que descansaba sobre la mesa baja que estaba justo delante del sofá en el que me había sentado.
Una vez tuve el estómago lleno, recogí los restos de mi improvisado y rápido desayuno y, eufórica, me puse los zapatos y metí en mi enorme bolso mi uniforme y todo lo que necesitaba para pasar el día.
Cuando ya estaba lista, y a punto de salir de casa, volví a mirar el reloj. Fenomenal, se me estaba echando el tiempo encima… Tenía que estar en la tienda a las ocho menos cuarto para abrir y prepararlo todo antes de que, a en punto, llegara el camión con todas las cajas que estábamos esperando. Por ello, en vez de ir andando, como hacía a veces, decidí coger un taxi. La verdad, tuve bastante suerte, fue salir del portal y poder pillar uno.
—Hola buenos días, a Fuencarral por favor— le espeté al taxista sin darle opción siquiera a contestar. Iba con la hora pisándome los talones, algo que odiaba, por lo que mi humor se había tornado a, cuanto menos, irritante.
—Estupendo señorita, allá vamos— me contestó el señor, mucho más amable de lo que acababa de serlo yo, sintiéndome mal de inmediato al ser consciente de ello.
Consulté el maravilloso Google Maps, que tantas veces me sacaba de apuros. El trayecto duraría, como mucho, unos diez minutos. Solo teníamos que subir el Paseo de las Delicias hasta Atocha, para luego enfilar el Paseo del Prado hasta Cibeles y volver a subir por Gran Vía hasta bajarme en el edificio de Telefónica. A partir de ahí, solo tendría que andar un par de minutos y ya estaría en mi tienda. Eran poco más de las siete y media, por lo que, si no había atascos o cualquier otro contratiempo, muy justa, pero iba llegar a tiempo. Bloqueé el móvil, lo dejé sobre mi regazo y respiré aliviada, sintiéndome aún peor por haber entrado de aquella manera tan abrupta en el taxi.
De repente comenzaron a llegarme varios WhatsApp. El incesante pitido de la entrada de diferentes mensajes me sobresaltó, hasta tal punto que se me cayó el móvil entre mis pies. Al agacharme a recogerlo un estruendo como jamás había escuchado antes me paralizó.
Lo cierto es que, tras el estremecedor ruido, me quedé sin escuchar absolutamente nada, envolviéndome un profundo silencio y una quietud sobrecogedora que pesaba. No fui capaz de moverme, quedándome agachada en aquella posición durante no sabría decir si segundos o minutos. El tiempo se había congelado a mi alrededor. Lo único que acerté a hacer fue abrazarme a mis propias piernas.
Cuando pude volver a la realidad, aún engarrotada en la misma posición en la que me encontraba, empecé a analizar qué era lo que acababa de pasar: se me había caído el móvil, me había agachado a recogerlo y, entonces, había escuchado una tremenda explosión, a la que siguió un volantazo brusco por parte de mi conductor hasta parar el coche en seco.
Y así seguíamos, parados, y yo completamente agachada, absorta del mundo por un instante. Pero, aunque mi cuerpo aún seguía sin poder moverse, en mi cabeza no paraban de asomarse cada vez más preguntas… ¿Y mi taxista?, ¿se encontraría bien?, ¿dónde estábamos ahora?, ¿qué había pasado?
Tenía que incorporarme, debía hacerlo, solo así podría comprobar que era lo que había sucedido fuera del coche y que era lo que había provocado aquella situación. Sin embargo, aún iban a pasar algunos minutos hasta que pudiese hacerlo. Cuando finalmente me atreví, el panorama que se dibujó delante de mis ojos fue desolador.
Mi conductor, afortunadamente, estaba bien. Se había bajado del taxi —sin yo ser consciente ni cómo ni cuándo— y hablaba con un grupo de personas no muy lejos de donde pudo parar el vehículo tras la explosión. Mientras, yo, a través de la ventana, solo veía caos. Bomberos, policía, ambulancias, gente corriendo… Todos dirigiéndose veloces a una misma dirección, Atocha.
Desde mi asiento no podía ver mucho más porque, antes de parar, apenas habíamos girado la esquina y aún no habíamos llegado siquiera a la plaza del Emperador Carlos V. Sin embargo, mi taxista iba a sacarme de dudas al volver a su coche, donde yo aún permanecía petrificada en mi asiento.
—Chica. Chica perdona, ¿está
bien? — me dijo realmente preocupado mientras me miraba desde el asiento del
conductor.
—Cre… creo que sí —
acerté a contestar, totalmente paralizada sin dejar de mirar a toda aquella
gente que pasaba, corriendo, por delante de nosotros.
—Hay que salir del coche.
Esta todo cortado y no se puede circular. Acaban de explotar varias bombas en Atocha.
Hay heridos señorita, ¡hay muertos! — y esto último me lo dijo gritando al ver
que no podía si quiera parpadear—. Por favor, bájese del coche, debemos
acercarnos y ver en lo que podemos ayudar.
—Vale, de acuerdo — acerté a contestar.
Y entonces, como si mi cuerpo de repente me pesara una tonelada, salí de allí. Recuerdo que, desde el momento en el que puse un pie en la carretera, el silencio que se había instaurado en mis oídos, a excepción de la áspera voz de mi conductor, se rompió.
De pronto, diferentes ruidos, a cada cual más estridente, se agolpaban en mi cabeza. Las alarmas de los coches de policía, la de los bomberos, las de las ambulancias, los gritos, los llantos, los lamentos… la desesperación. Yo aún no lo sabía, pero esa sería la banda sonora que caracterizaría a aquel tristísimo día. Para siempre.
Cuando pude digerir aquel caótico
escenario, comencé a caminar, primero con un paso normal y después cada vez más
rápido, hasta descubrirme corriendo, siguiendo, casi de manera autómata, a las personas
que se dirigían hacía el paseo de la Infanta Isabel.
Al llegar a las proximidades de la entrada por la que tantas veces había accedido a Atocha para coger trenes, metros o cercanías, me paré en seco, totalmente horrorizada.
Las ambulancias se contaban por decenas, los coches de bomberos no paraban de llegar ni los de policía de rugir. La gente había arrancado los bancos de las aceras, funcionando a la desesperada como camillas improvisadas. Los vecinos estaban trayendo mantas que tapaban cuerpos, algunos desmembrados, que estaban siendo trasladados al exterior de la estación. Había sangre y miedo. También en mí, aunque en mi cuerpo creo que no quedaba nada de lo primero y demasiado de lo segundo. No entendía nada de lo que estaba pasando, de lo que estaba viendo. Esto no podía ser real.
Pero sí, sí que lo era, y estaba allí, y todo aquello estaba pasando justo delante de mí, tenía que obligarme a reaccionar. Así que, cuando lo hice, volví a correr, acercándome a un grupo de mujeres que estaban socorriendo a un hombre de mediana edad que otros voluntarios acababan de dejar en la fría acera. Al llegar hasta ellas no pude evitar mirar, de nuevo, a mi alrededor, totalmente sobrecogida.
Atocha parecía ahora un enorme hormiguero, un agujero del que salvar —todavía no sabía muy bien de que— a todo él que se pudiese. Y yo quería ayudar a hacerlo, por lo que me puse manos a la obra. Me recogí el pelo en una improvisada coleta, me remangué los puños del chaquetón y me colgué el bolso a modo bandolera —ignorando su peso—. Una vez preparada, les pregunté a las mujeres a las que acompañaba que en que podía colaborar. Y ellas, agradecidas, comenzaron a darme instrucciones de cómo hacerlo.
Tras un rato de frenética actividad, por fin logré enterarme del origen de aquel caos tan absoluto que acababa de asolar el corazón de Madrid. De mi Madrid. Habían explotado cerca de diez bombas, tres de ellas en Atocha, justo en el andén 2 de las vías de los trenes de cercanías, donde tantas veces lo había cogido yo misma para ir o para venir de casa, dirección Alcalá de Henares, como precisamente tenía pensado hacerlo ese mismo fin de semana. Al recordar mis planes me estremecí. Si esto hubiese pasado tan solo unos días más tarde quizás, solo quizás, en vez de estar intentando ayudar seria yo quien necesitaría ayuda. O a quien ya no pudiesen dársela.
Sacudí la cabeza en un esfuerzo por eliminar aquellos pensamientos. La realidad era que, lo único que podía hacer ahora era ayudar. Di varios viajes, a un lado y otro de la calle, ayudando como podía a todo aquel que reclamaba mis manos. Estaba nerviosa, me temblaba cada centímetro de mi cuerpo, tenía totalmente erizada mi piel, la ansiedad me quemaba y el dolor de cabeza cada vez me estaba resultando más insoportable.
Veía pasar por delante de mí a gente destrozada, con amputaciones, con heridas impresionantes o incluso muertas… Ya entonces estaba totalmente convencida que aquellas imágenes jamás me las iba a poder quitar de la cabeza, que todo aquello se iba a quedar para siempre en mi corazón.
Especialmente duro fue cuando junto al grupo de mujeres a las que ya llevaba un rato ayudando, logramos acercar hasta una de las ambulancias, en una manta, a una joven cuya pierna estaba totalmente destrozada —hueso incluido—. La pobre gritaba con tantísima desesperación que conseguía, sin querer, que su propio dolor traspasara el alma de todo el que la escuchaba. Su dolor, ahora, también era nuestro dolor. Porque todos los que estábamos allí, sin lugar a dudas, en aquel momento, éramos uno.
Finalmente, mis recién conocidas compañeras y yo, logramos respirar tranquilas cuando, a pesar de los gritos de nuestra joven paciente, de su sangre —que a esas alturas la cubría prácticamente entera—, y de la descomposición que caracterizaba su rostro, logramos dejarla en manos del personal sanitario. Entonces, vimos como la intentaban estabilizar, metiéndose con ella en la ambulancia para salir disparados a cualquiera de los hospitales de Madrid donde se preparaban para recibir a la oleada de enfermos que desde allí salían sin descanso. ¿Sobreviviría la chica?, ¿la habríamos trasladado a tiempo?, ¿habría perdido demasiada sangre? Eran muchas las preguntas, pero poco el tiempo para pensar en respuestas porque, tras una víctima venia otra, y otra, y otra. En Atocha, aquel jueves, no se podía parar.
Poco tiempo más tarde, la misma acera que suele ser el primer contacto entre los viajeros que llegan a la capital —cargados de ilusión y sueños— y Madrid, se convirtió en un verdadero hospital de campaña. Los servicios sanitarios pronto no iban a dar abasto en trasladar a tanto enfermo a los hospitales, por lo que improvisaron uno allí como buena mente pudieron, ayudados de la colaboración, participación e interés de cientos de ciudadanos, los cuales lo estábamos intentando hacer de la mejor manera que podíamos y que, por supuesto, sabíamos.
Iba de una camilla a otra, de un rincón a otro, de un superviviente a otro. Hasta que decidí pararme un segundo a tomar aire. Estaba exhausta, física y emocionalmente, por lo que necesitaba parar, aunque solo fuese un segundo para poder continuar. Me agaché, arqueándome mientras tocaba mis rodillas con mis manos. «Esto no puede estar pasando, no puede ser real» me repetía. Pero lo era.
Cuando por fin volví a erguirme, miré a mi alrededor para ver dónde podía acudir ahora. Fue entonces cuando vi a cuatro chicos trayendo, desde las entrañas de aquel infierno, a un hombre postrado en lo que, hasta hacía pocos minutos, era solo un banco más de aquella calle. Los cuatro portadores iban a pasar justo por mi lado, gritando, con sus semblantes desencajados, que necesitaban ayuda y que era un paciente bastante grave.
Miré hacia las ambulancias, todas llenas, y hacia los puestos médicos improvisados, todos ocupados. Hasta que vi uno libre en la zona más alejada de aquel recién instalado hospital de campaña, por lo que, sin dudar ni un segundo, me acerqué corriendo a los chicos para indicarles donde podían acercar a aquel pobre hombre.
Me planté corriendo delante de ellos y les
indiqué el camino. No pude evitar bajar mi mirada hacia la del paciente, como
había hecho con todas las víctimas a las que había socorrido hasta ahora. No
quería olvidar jamás ninguna de sus caras. Sin embargo, en esta ocasión, cuando
me crucé con sus ojos sentí el convencimiento de que mi vida había cambiado
para siempre. El ruido de mi alrededor volvió
a tornarse en un silencio ensordecedor, el suelo que había bajo mis pies había
desaparecido y el aire que respiraba comenzaba a pesarme tanto que pensé que,
en cualquier momento, me aplastaría.
No. No podía ser. Me froté varias veces los
ojos, ahora encharcados de lágrimas. Creía que así, con la mirada despejada, podría
ver que esto no era real, que la mente me estaba jugando una mala pasada, que
no estaba ahí, justo delante de mí, quién creía estar viendo. Pero no, era
real. Y una vez me rendí ante la evidencia solo podía gritar. Gritar como si me
fuese la vida en ello, porque me iba.
—¡Papá! ¡Papá por favor! — le decía
mientras le tocaba la cara ensangrentada, sin poder dejar de mirar su maltrecho
cuerpo—. ¡Papá por favor que haces aquí! ¡No puedes estar aquí joder!
Llegó un punto en el que no hablaba, más
bien gritaba y escupía las palabras que salían de mi boca con rabia. Tenía
delante de mí a mi padre. La explosión le había amputado el brazo derecho, no
había superficie de su cuerpo que no estuviera magullada o salpicada de sangre
y en su cabeza tenía un gran golpe que lo había dejado sin capacidad para reaccionar.
—¡Por favor!, corran más rápido. ¡Es mi
padre! ¡Es mi padre! ¡Por favor! — suplicaba mientras intentaba limpiarme de
lágrimas la cara con mi propio codo—. Papá, papá mírame por favor — le decía sosteniéndole
con mis dos manos sus mejillas—. Papá por favor, estoy aquí, soy Rocío, estoy
contigo, ¿vale? ¡Papá joder mírame!, mírame por favor…
Sollozaba. No podía estar serena, ni
tranquila. No podía, ya no. Era mi padre el que estaba tumbado en ese banco,
luchando por su vida, como tantos otros que, a esa altura de la mañana, ya
habían pasado por mis manos. Pero ahora era diferente, era mi padre.
A la vez que llegamos al puesto médico que
quedaba libre, mi padre logró abrir los ojos, clavándolos en mí, acurrucándose
en la palma de una de mis manos. Me vio, me sintió, sabía que estaba ahí, con
él, que no estaba solo.
—¡Papá por favor!, soy Rocío. Soy Rocío,
¿vale? y estoy aquí. Estoy aquí contigo — le susurré mientras pegaba con
desesperación mi frente a la suya—. Papá vas a ponerte bien. Vas a hacerlo, ya
verás que sí.
—Rocío, me duele… me duele todo el cuerpo.
—Ya lo sé papá, pero ahora van a
estabilizarte y te van a llevar al hospital para que te cures, Tienes que estar
tranquilo. Eres mi héroe, ¿recuerdas?, ¿y que hacen los héroes? Luchan papá.
Entonces mi padre empezó a toser. Mucho. Demasiado. Sangre. Tanto que los sanitarios que revoloteaban alrededor de él, haciendo lo imposible, se quedaron petrificados, mirándose los unos a otros. No, no podía ser lo que me estaba imaginando.
—Papá, vas a ponerte bien, ¿vale? Confía en mi — le dije intentando creérmelo yo misma.
—Rocío, vine a verte, quería darte una sorpresa mi niña. Iba a acercarme a tu tienda, necesitaba verte, llevábamos seis… — mi padre no pudo seguir hablando, la tos lo silenciaba cada vez que lo intentaba.
—Papá no te preocupes, no hables, no te es esfuerces. Vas a ponerte bien y en nada estamos dando paseos por el Retiro de esos que tanto nos gustan, o viendo una obra de teatro. Ahora ponen a Lorca en el teatro Victoria, no nos lo podemos perder, ¿verdad? — le decía mientras intentaba calmarlo y distraerlo, como fuese—. Papá, todo va a estar bien, tienes que confiar en mí.
—Rocío ha explotado, mi vagón a explotado.
—Ya lo sé papá. Pero ya estás a salvo, te están curando— dije más a modo de ruego que de afirmación.
Estaban los tres médicos, o enfermeros, o no sabía muy bien en aquel momento que eran exactamente, intentando salvarle la vida al hombre que más quería en mi vida. Y yo, a su lado, sin soltarle la mano que le quedaba. ¿Qué estaría sintiendo mi padre en aquellos momentos?, ¿sería consciente de sus heridas?, ¿de la falta de su brazo? Mis lágrimas brotaban furiosas por mis mejillas ardientes.
Estaba tan abstraída mirando y acariciando la cara de mi padre, que no fui consciente de que uno de los técnicos sanitarios estaba intentando llamarme hasta que, viendo que no lo oía, me cogió del brazo, tirando de mí —con toda la delicadeza que podía dada la situación— hasta que consiguió levantarme del suelo y apartarme de aquella triste escena que ambos estábamos protagonizando. Entonces, solo entonces, comenzó a hablar.
—Rocío se llama, ¿verdad?
—Sí.
—Rocío, lo más grave que tiene su padre no es la amputación, ni si quiera el fuerte golpe en la cabeza o el resto de heridas supurantes que tiene por todo su cuerpo. Su padre tiene una hemorragia interna muy avanzada. Lo siento de verdad, no podemos hacer nada.
Recuerdo que me quede mirando al chico, totalmente abstraída. Era alto, de complexión fuerte y tez morena. Joven, pero con bastante soltura y experiencia a la hora de dar malas noticias. O eso me pareció. El chico me soltó aquella frase de manera mecánica y fría. Aunque, realmente, ¿cómo nos tendrían que decir que nuestros seres queridos se mueren en nuestros brazos sin que nos pareciese trasmitido de manera fría y dolorosa? Imposible.
Quería protestar, quería gritar, quería decirle que, por favor, lo intentaran un poquito más. Pero sabía, algo me decía, que los ojos honestos de aquel sanitario me decían la verdad. No había vuelta atrás.
—Vamos a dejaros solos Rocío. Le hemos puesto calmantes para que sufra lo menos posible. Lo siento de verdad. Lo sentimos mucho — me dijo mientras apoyaba su mano en mi hombro.
No le contesté, no podía, tan solo me giré y vi cómo se trasladaban apenas unos metros para dejarnos cierta intimidad, además de para seguir salvando la vida de aquellas personas que todavía sí que tenían alguna oportunidad.
Me fui de nuevo donde estaba mi padre y caí de rodillas a su lado. Nunca, jamás, había sentido lo que ahora me recorría el alma. Una marea negra y asfixiante estaba apoderándose de todo mi cuerpo. Podía sentirla, palparla, saborearla. Podía sentir como entraba a formar parte de mí.
Sin pensarlo, me tumbé en el suelo con él, acurrucándome a su lado, empujándolo con toda la suavidad que podía hacia el otro extremo del banco, quedándome tumbada ahí, enterrando mi rostro en su pecho, abrazándolo de la manera más delicada que podía, inspirando su aroma, intentando memorizar el tacto de su piel. Podía oírlo respirar, cada vez con un ritmo más desigual, cargado de dificultad. Se moría. Mi padre se moría.
—Papá… muchas gracias por venir. Te quiero. Te quiero más que a mi propia piel, aunque a veces no te lo diga tanto como debería. Te quiero papá… te quiero mucho — y hasta yo misma fui consciente de que mi voz sonaba a suplica, a arrepentimiento, a dolor, a incertidumbre, a pesar, a miedo. Sobre todo, a miedo. Al terror de imaginarme un mundo en el que él no existiera.
—Mi zangolotina. Gracias por ser mi hija, y por hacer que esté tan orgulloso de ti. Te quiero mi niña chica — y se giró y me besó en la frente, como tantas veces hacía de pequeña cada vez que lloraba o cada vez que algo me dolía. Ahora era a él al que le dolía hasta el alma. Y yo no podía hacer absolutamente nada.
Entonces, solo entonces,
conocí a que sabían los besos que se dan por última vez. Sabían a eternidad.
Porque ese fue el último que mi padre me dió antes de que todo se fundiera a
negro. Para siempre.
.
. .
Abro los ojos. El silencio reina en casa. No quiero ver las noticias, no quiero escuchar más reconocimientos, ni rememoraciones. Las respeto, incluso las alabo, pero no quiero ser ni testigo ni participe de ellas. ¿Para qué? Yo estuve ahí, vi el horror, y sufrí de primera mano las consecuencias. Presencié la muerte de mi padre, acurrucada con en él en el que fuese —hasta esa mañana— un simple banco de aquella calle por la que aún hoy me aterroriza pasar.
Después de entonces, en mi vida todo ha cambiado. Ahora soy enfermera. Ver semejante escenario me enseñó, entre otras cosas, cual era mi verdadera vocación, la de ayudar a los demás, por lo que me puse a estudiar y ahora trabajo en un hospital madrileño.
Lo cierto es que sigo rota. No concibo otra manera de vivir después de aquel día, y de los que vinieron después. Han sido muchos meses de culpabilidad, de arrepentimiento, de pensar que debería haber hecho según qué cosas de otra manera. Pero no hay mayor certeza que la de que el pasado no se puede cambiar, solo se puede aprender de él y actuar en consecuencia para evitar que se repita.
Y eso es lo que hice. Y lo que hago. Y lo que deberíamos hacer todo con la historia. Porque este fue uno de los capítulos, relacionados con el terrorismo, más oscuros de la historia de nuestro país. Un capitulo en el que antes, durante y después se hicieron muchas cosas mal. Ojalá sirva para que todos —algunos más que otros— hagamos remordimiento de conciencia y valoremos según qué cosas o acciones no pueden volver a repetirse para que esto no vuelva a suceder.
Mientras tanto, no queda más remedio que seguir. Seguir viviendo, aunque estemos repletos de cicatrices. Sin olvidarnos de decir te quiero, como siempre hacía mi madre, tachándola yo de exagerada. Ahora quizás soy yo quien lo dice en exceso. Quizás sea porque, desde entonces, soy más consciente que nunca que, en cualquier momento, cuando lo diga, puede que sea la última vez.
Salgo al balcón y miro al cielo, ya es de noche. Al fin se acaba este día tan triste. Observo las estrellas y sé que, aunque no te pueda ver estás ahí, conmigo, abrazándome desde ese enorme cielo azul estrellado que tantas veces observábamos juntos.
Y cierro el balcón, bajo las persianas y corro las cortinas. Estoy agotada. Me apoyo en el ventanal cerrado y me tomo un segundo antes de meterme en la cama, donde me espera Lima, que cada día se parece más a su madre. A buen seguro, tú estarás haciendo lo mismo con Trufa, allá donde estéis. Porque no dudo ni por un segundo que estaréis juntos.
Antes de acostarme cojo el móvil y vuelvo a seleccionar la canción de la Oreja de Van Gogh, aunque todavía está pausada. Tengo — y quiero— conseguirlo. Necesito superar este pequeño detalle para seguir.
Me acuesto, con el móvil en la mesilla, y antes de apagar la luz y darle al play, solo deseo que sea ya doce de marzo. Porque la vida sigue. Por los que seguimos aquí y, sobre todo, por los que os arrebataron vuestra historia, imponiéndoos un terrible punto final. Porque eso es, precisamente, lo que me enseñaste tú, papá, a siempre continuar.
Le doy a que se inicie la
temida reproducción para, inmediatamente alargar la mano hasta presionar el
interruptor. Automáticamente todo se funde a negro. Exactamente de la misma
manera que aquel día en el que tú, mi héroe, viajaste hasta la eternidad. Te
quiero la vida…
Papá.
“Y ya estamos
llegando, mi vida ha cambiado
Un día especial este once de marzo
Me tomas la mano, llegamos a un túnel
Que apaga la luz
Te encuentro la cara, gracias a mis manos
Me vuelvo valiente y te beso en los labios
Dices que me quieres y yo te regalo
El último soplo de mi corazón”.