París... Une expérience magique!


«Viajar solo es una brutalidad. Te fuerza a confiar en desconocidos y perder de vista la comodidad familiar de tu casa y tus amigos. Estás constantemente en desequilibrio. Nada es tuyo excepto lo esencial: el aire, el sueño, los sueños, el mar, el cielo; todo cosas que tienden hacia lo eterno o lo que imaginamos como tal».

Cesare Pavese.


Hace bastante tiempo que sentía la necesidad de viajar sola, pero lo cierto es que nunca me había atrevido a hacerlo, hasta ahora. Porque viajar con tus amigos o familiares puede convertirse en una aventura de lo más divertida; viajar con tu pareja, sin duda, es la experiencia más romántica, especial y bonita que se puede vivir; pero, viajar sola no solo significa trasladarse a un nuevo destino, significa realizar un viaje a lo más profundo de ti. Y eso ha sido este pequeño viaje a París para mí, un aprendizaje sobre mí.

Y es, de esta experiencia precisamente, de la que os voy a hablar en el post de hoy. Porque tengo muchas ganas de compartir con vosotros mi aventura parisina, deseando despertaros con ella el gusanillo de atreveros a embarcaros en la aventura de viajar, aunque sea solos, en pareja o con amigos. Como sea, pero viajar.

Todo comenzó una noche en casa, mientras cenaba con mis compañeras de piso, a las que nunca les agradeceré lo suficiente sus consejos y el empuje que me dieron para que me decidiese a cumplir uno de mis sueños.

Desde hacía varios días una idea me rondaba la cabeza. Desde que descubrí que el único cuadro de mi artista favorita, Frida Kahlo, estaba en un museo de París, el poder visitarlo y situarme frente a él se había convertido en uno de mis sueños. Pero, sin embargo, siempre se había quedado en eso, en un sueño que, bueno, algún día seguro cumpliría.

Sin embargo, hace unas semanas todo cambió. Desde mediados de enero la idea de ir sonaba, cada vez con más fuerza, en mi cabeza. Tenía un fin de semana libre en el trabajo y justo acababa los exámenes ese mismo jueves. Además, ya había investigado los vuelos Madrid-París y estaban asombrosamente baratos. Las circunstancias no podían darse mejor, ¿qué me retenía? Muy sencillo, el miedo.

Hasta que llegó aquella  noche, cuando después de haber estado las tres compañeras estudiando para nuestros exámenes, nos reunimos en el salón para cenar. Justo cuando ya estábamos con el postre comenté: “chicas, estoy pensando en irme a París”. En aquel momento ambas me miraron fijamente, incrédulas ante el planteamiento que les estaba haciendo de irme sola a ver el cuadro con el que llevaba tantos años soñando.

Una vez les expliqué porqué quería irme, una de ellas rápidamente se puso manos a la obra buscando vuelos, y la otra comenzó la caza y captura del hotel. Mientras yo apenas podía creerme, no solo que lo hubiese verbalizado, sino que parecía que todo se estaba poniendo en marcha. Y el miedo, entonces, me invadió.

Dejé la taza de infusión en la mesa y les pedí que pararan. No iba a ser capaz de hacerlo. No controlo el inglés como me gustaría y menos el francés, ¿cómo iba a defenderme allí? Y el hotel ¿y si salía mal o finalmente estaba en una mala zona?, ¿y si me perdía?, ¿y si había algún problema con el check-in o con el avión? Y si, y si, yi si... Que daño hace esta expresión.

Cuando les comenté a ambas mis inquietudes, me dijeron una frase que, al final, se hizo realidad: “Rosa, es tu sueño, y puedes hacerlo. Ya verás que en menos de una semana vas a estar ahí sentada contándonos que todo ha merecido la pena”.

Una semana después me encontré justo en el mismo lugar, dándoles, muy feliz, la razón. Por lo que no cabe duda de lo que finalmente hice aquella noche, cogí rápidamente el vuelo —no me fuese a arrepentir—, el hotel, las excursiones, y todo, absolutamente todo. Ya no había vuelta atrás.

Cuando se lo conté al resto de mis amigas y familiares algunos apenas podían creérselo, otros sintieron miedo, como mis padres, pero mi ilusión y mis ganas, y lo organizadísimo que llevaba todo, les dejó pronto tranquilos.

Recuerdo que pasé los pocos días que quedaban para el viaje con muchos nervios. Hacía mis exámenes intentando evadirme de lo que venía, pero me resultaba imposible, París sobrevolaba todo el rato mi cabeza. No podía imaginarme allí, entre sus calles, sus monumentos, su historia… sola. Pero lo cierto era que, en un par de días, por muchas vueltas que le diese, esos pensamientos se materializarían.

Hasta que llegó el 21 de enero. Mentiría si dijera que la noche anterior pude dormir. Nada, no dormí absolutamente nada. Siempre, las noches antes de mis viajes suelo descansar bastante poco, pero esta vez… esta vez apenas pude pegar ojo.

Bastante temprano me puse en pie, cansada de dar vueltas infinitas en la cama, y me puse a prepararme. Cuando ya tenía la maleta cerrada y todo listo me senté en el borde de mi cama. Necesitaba respirar.

Revisé, una y otra vez, que llevaba todos los documentos necesarios para entrar en Francia, que con esto del COVID, había sido un poco complicado reunirlo todo. Agradecí el no solo llevarlos en el móvil, sino también impresos, por si fallaba la tecnología en cualquier momento. Y me sentí aún más segura al leer como tenía apuntado en el que se convertiría en mi pequeño diario de viaje todas y cada una de las direcciones a las que acudiría: hotel, museo dónde vería el cuadro de Frida, Notre Dame… todo. Hasta las combinaciones del metro que tenía que coger para ir de un sitio a otro. Todo estaba planeado y organizado al milímetro gracias, por supuesto, a la inestimable ayuda —y paciencia— de mis compañeras de piso. ¿Qué podía salir mal? Me repetía. Así que, con miedo, con preocupación, y con mucha incertidumbre, me levanté de la cama, salí de casa y me dirigí al metro.

Rumbo a mi nuevo lugar favorito”, ponía en mi identificador de maletas, el cual no podía dejar de leer durante el tiempo que duró mi trayecto hasta el aeropuerto, al que llegué con bastante antelación, por lo que pudiera pasar. Creo que fue cuando vi los paneles de salida de los aviones cuando fui realmente consciente que todo había empezado.



Siempre me ha dado mucho miedo volar, buscando en mi acompañante una mano protectora a la que sujetarme cuando el avión despegaba o aterrizaba, y quién me conoce y ha viajado conmigo sabe que es totalmente verdad. Pero esta vez despegué sola. Sola totalmente porque no había siquiera nadie ni en los dos asientos contiguos al mío, ni en la fila de delante ni en la de detrás. Y lo que sentí, lejos de ser miedo, fue tranquilidad. Porque ahí entendí que no estaba sola, llevaba conmigo a lo más importante, a mí.

Al llegar decidí cogerme un Uber hasta el hotel. Fue entonces la primera vez que tuve que enfrentarme al idioma. Siempre he tenido la suerte de viajar con verdaderas especialistas en hablar inglés, y creedme que las admiro porque lo controlan súper bien, algo que me permitía poder parapetarme detrás de ellas si en alguna ocasión había necesidad de utilizarlo. Y eso, eso es una verdadera suerte.

Pero esta vez era diferente. Viajaba sola, y si yo no me defendía, nadie lo haría por mí, esta vez no. Por lo que pronto me hice un aliado y fiel escudero, el traductor de Google. En serio, es una maravilla. Además, he de decir, también intenté chapurrear mi oxidado inglés, así como probar con lo poquito que sé de francés. Y la verdad que ni tan mal. Estoy orgullosa también de haber podido eliminar un poco la vergüenza que me da si quiera el intentarlo.

Cuando llegué al que sería mi hotel durante aquellos días sentí alivio. Había llegado hasta allí pegada a la ventana del taxi como una niña pequeña absorbiéndolo todo. Y cuando me dejó a sus puertas no pudo gustarme más.

El Hotel du Levant, está en el corazón del Barrio Latino de París, un barrio de estudiantes que rebosa vida, color y alegría por todos sus rincones.

El hotel era un edificio restaurado bastante bonito que había quedado fenomenal. No tengo palabras para el personal, atento y amable, intentando entender mi español todo lo que podían y ayudándome y aconsejándome en todo lo que necesitaba. Por no hablar de la habitación, pequeña pero muy confortable. No necesitaba más.

Salí con muchas ganas de disfrutar mi primera tarde. Y así lo hice. Cogí el metro hasta la Torre Eiffel —¡y qué metro! —, y paseé por las orillas del Sena hasta situarme debajo de la imponente torre.


Ahí tuve mi primer contratiempo —y creo que el último—. Mi móvil decidió apagarse y, aunque llevaba batería portátil, se me había olvidado el cable —algo que tampoco extrañará a quienes me conozcan bien—.

He de reconocer que ahí entré un poco en pánico. Lo tenía todo preparado al milímetro, si ahora volvía al hotel a cargar el móvil… ¿cuándo iría a los demás sitios a los que quería ir aquella tarde? No me daría tiempo. Por lo que, sin alejarme mucho del camino ya recorrido —porque, por supuesto, ni tenía Google Maps ni opción de pedir un Uber que me rescatara—, busqué, desesperadamente, una tienda donde poder comprarlo. Y la encontré, aunque a un precio bastante desorbitado.


Una vez solucionado este pequeño incidente, y ya mucho más tranquila, proseguí mi paseo, aunque de noche. Pero de toda situación “complicada” puede sacarse algo bueno y, en esta ocasión fue que, gracias a ello, me topé con el monumento que conmemora a las víctimas judías que sufrieron la redada del Velódromo de Invierno, en francés: “rafle du Vél d'Hiv”. Víctimas, en su mayoría, mujeres y niños, que fueron perseguidos, detenidos y arrinconados en aquel velódromo, por la policía francesa —siguiendo órdenes del ejército nazi— hasta que fuesen deportados a los diferentes campos de concentración y exterminio de Europa del Este. Pero esta es otra historia en la que profundizaré en posteriores post.

A pesar de estos avatares, la tarde transcurrió increíblemente bien. Vi atardecer bajo la Torre Eiffel, comiéndome mi primera crêpe de Nutella y respirando la magia de París, ¿qué más podía pedir?

Pronto  se me ocurriría algo que sí que podría pedir, una foto mía que no fuese un selfie que inmortalizara aquel momento. Me quede allí plantada durante un rato sopesando a quién podría pedírsela sin que corriera el riesgo de que saliera corriendo con mi móvil. Y, tras un rato, decidí acercarme a una madre y una hija, que también se estaban haciendo fotos y les dije —mediante traductor, y señas, otras de mis grandes aliadas durante el viaje— que les hacía una juntas y luego ellas me hacían otra a mí. La foto que les hice les pareció muy bonita y la que me hicieron a mí, bueno, enderezándola un poquito, y obviando que falta casi la mitad de la Torre Eiffel, está bastante bien.



Una vez había conseguido mi foto y cuando ya había anochecido, me dirigí en otro Uber a las inmediaciones del Louvre. El traductor de Google de nuevo me permitió ir charlando con el señor quién, muy amable, no dudaba en irme comentando todos aquellos lugares destacados que podía ver a través de la ventanilla de aquel coche.

Al llegar a aquel imponente museo me quede muda. Era mucho más grande de lo que recordaba. Y de noche era simplemente espectacular. Os dejo una de las fotos que pude tomar por allí y que habla por sí sola.



Decidí volver al hotel caminando, aunque aún estaba un poco lejos, pero la noche estaba magnífica y preferí saborear un poco la nuit parisienne, no sin antes correr a una tienda a por otra bateria portatil, por lo que pudiese pasar.

Esa primera noche fue la primera que me reencontré, después de muchos años, con Notre Dame. Sin duda, mi sitio favorito de París. Esta imponente Catedral, de estilo gótico, para mí, y con permiso de la Torre Eiffel, es París. Que pena verla aún con los restos del incendio que la asoló hace un par de años. Pero aún así, no ha perdido ni un ápice de su esencia. En el mundo hay algunos sitios que rebosan magia, esperando a que sean descubiertos, y Notre Dame es, sin duda, uno de ellos.




Y si ese primer día fué mágico, el segundo fue espectacular. Estaba nerviosa, por fin era el dia en el que me plantaría delante de « El Marco », el cuadro de Frida Kahlo el cual había motivado mi viaje. Me levanté muy pronto y bajé a desayunar. Tenía todo el restaurante del hotel para mí, por lo que desayuné lo más tranquila que mi cuerpo me permitió.

Como salí del hotel bastante temprano, decidí perderme por las calles del Barrio Latino. Al subir la montaña de Santa Genoveva y llegar a la plaza del Panteón, por un momento pensé que me había trasladado a Roma. Pero nada más lejos de la realidad, estaba en París, rodeada de el Panteón, del ayuntamiento del Barrio Latino, de la iglesia de Saint Etienne du Mont y de la biblioteca de Santa Genoveva, además de haber pasado también por delante de la Sorbona. Todo un espectáculo de arte que, sin duda, merece la pena disfrutar.



Más tarde, tras haber podido disfrutar tranquila de semejante escenario, bajé de nuevo buscando las orillas del Sena para dirigirme al museo donde por fin vería el cuadro. Una vez al lado del río, pasé por otro de los puntos clave de mi viaje, la legendaria librería de Shakespeare & Co. 



Y qué emoción plantarte delante de un sitio que has visto tantas veces en fotos, y que has deseado tanto ir, y que ahora estás alli. Disfruté ese ratito mucho, pero ya habría tiempo de pasar, ahora me esperaba la Kahlo.


De camino al museo, al ladito del Sena, descubrí unos pequeños puestos de libreros ambulantes, los conocidos en París como Buquinistas. A continuación dejo alguna foto porque, sin duda, la estampa no podía ser más ideal.


  

Me perdí entre sus libros durante un rato, y les compré unas ilustraciones, hechas a mano, de los sitios más emblemáticos de París. Quedé enamorada de todos ellos.

Y ahora sí, tras este bonito paseo, llegué a las puertas del imponente, y original Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou. Creo que nunca había estado en un museo de estas características. Sencillamente impresionante.



Sin embargo, y a pesar de su inmensidad, no podía más, necesitaba encontrar el cuadro. Pregunté en qué planta estaba localizado a una chica en recepción que —suerte para mí— hablaba español. Me indicó que estaba en la quinta y me señaló por dónde podía subir. Se llegaba hasta arriba por una enorme escalera mecánica rodeada de cristaleras. La vista de París desde allí te dejaba, sencillamente, sin palabras.



Subí, obnubilada por el paisaje, hasta que llegué a la quinta planta y me puse a buscar entre todas las salas y pasillos a mi objetivo. Di varias vueltas, y el cuadro no aparecía. Pregunté a dos vigilantes de sala como pude y seguí sin encontrarlo hasta que, a la tercera, cuando le dije a otra supervisora del museo: “Excusez-moi, Frida Kahlo?, esta me hizo por señas que me girara. Y lo hice. Y allí estaba, justo detrás de mí.

No creo que existan palabras para describir lo que pude llegar a sentir en ese preciso momento. Si ya me seguís sabréis lo importante que para mí es su vida y su obra, todo lo que he leido y estudiado sobre ella y lo mucho que significa para mí. Por lo que tener ahora delante uno de sus cuadros, donde puedo ver su trazado, la fuerza de sus colores, su esencia... es como si la pudiese tener a ella un poquito más cerca mí.



Por todo ello, y por  lo que ese momento significaba en mi vida, no podía irme de alli sin tener una foto que inmortalizara aquel recuerdo. Me armé de valor, cogí el traductor y me dirigí a otra supervisora de sala y le imploré que me hiciese el favor de fotografiarme junto al cuadro, ya que era fan de la artista y quería inmortalizar aquel momento. La chica, muy amable, asintió con la cabeza y me la lanzó. Aqui os la dejo: 



Con la emoción a flor de piel terminé de ver el museo. Luego, paseé por el centro hasta perderme por las bonitas calles del Barrio Judío, donde, entre otras cosas, me topé con un parque dedicado a mi querida Ana Frank y con el Museo de Historia del Mundo Judío.

Tras parar un ratito en el Starbucks, y ser conscientes que para los frenceses soy Rose, me dirigí hacia el pintoresco barrio de Montmatre, donde comí fenomenal y donde, por la tarde, pude disfrutar de un interesante tour que recorría los rincones más emblemáticos de la zona.

Pero claro, no caí en la cuenta de que en París, a las cinco y media de la tarde ya  prácticamente ha anochecido, por lo que no pude disfrutar de ese barrio en todo su explendor, pues casi todo el tour transcurrió de noche.




Sin embargo, para siempre quedará en mi memoria el especial Moulin Rouge, parada obligatoria siempre que piso París, o la basílica del Sacré Cœur, cuyas vistas son, sin duda alguna, las mejores de París. Una pena verlas de noche que, aunque tenga su encanto, para mi gusto, no tiene comparación con verlas de día.




Estaba a punto de acabarse el segundo día, una jornada en la que, de vuelta al hotel, no podía faltar mi paseo de nuevo por delante de Notre Dame.

A la mañana siguiente, que ya era la última que amanecía allí aproveché, que también me había levantado bastante temprano, para ir a visitar el monumento que descubrí el día que llegué mientras buscaba, como loca, un cable que le devolviera la vida a mi móvil, ya que en aquel momento no me pude parar.

Y eso hice, con un frío que helaba aquella mañana, me dirigí hacia allí. Mereció la pena, porque fue un momento muy emocionante del que, como ya apunté anteriormente, hablaré en posteriores publicaciones.



Más tarde, me dirigí a otra de las paradas que llevaba preparada de casa y de las que más ganas tenías de disfrutar durante mis días en la capital francesa, el Museo parisíno sobre la Memoria de la Shoá.


Después de visitarlo, traductor en mano porque, obviamente, está en francés, creo que puedo afirmar que este es uno de los mejores museos, relacionados con la historia del Holocausto, de los que he visitado hasta ahora.

Y con esta visita, y una comida que fue un homenaje propio que decidí regalarme en el precioso restaurante Cassette, finalizaba mi viaje.

El vuelo de vuelta también fue genial, aunque con algo de retraso. Y, en menos que nada, volvía a estar en Madrid, sentada en el sofá con mis compañeras —y amigas— de piso, comentándoles que todo había salido a pedir de boca y que, sin duda, había merecido la pena. Una experiencia sin igual que no dudaría en repetir.



Reflexiones tras el viaje:

De este viaje me llevo muchas, muchísimas, cosas.

Sobre todo, me llevo una experiencia personal brutal. El verte “sola ante el peligro” te hace sacar de ti una parte que, normalmente, arropada por los tuyos, no te hace falta exteriorizar.

Me llevo también la reafirmación de que sí, de que puedo, con todo lo que me proponga. Y el convencimiento de que, si algo da miedo, hay que hacerlo, aunque de pavor, porque esa es la única forma de superarse.

Y, sobre todo, me llevo que, aunque haya viajado físicamente sola, a través de la pantalla, y a miles de kilómetros, llevaba a mucha gente viajando conmigo, disfrutando de París como lo hacía yo, ilusionándose y emocionándose con cada experiencia o con cada pasito que allí estaba dado. Por eso, aunque sola, no he podido sentirme más acompañada.

Y bueno, finalizo con una frase que comentó el guía en el tour que os he contado que hice por Montmatre. Una reflexión que no me pudo gustar más y que creo que es un broche perfecto a esta experiencia:

“París sí que es la ciudad del amor, del amor por tu pareja, del amor por tus amigos, por tu familia… del amor por el mundo que te rodea. Pero, sobre todo, París es la ciudad del amor hacia ti mismo, porque si no existe ese, es imposible que exista ninguno más”.



Muchísimas gracias a todos por estar una vez más ahí, detrás de la pantalla, dedicando un ratito de vuestro tiempo a leerme. Espero que os haya gustado mucho este post tan especial para mí. Nos vemos muy pronto en una nueva entrega del diario de Ro.

Un besito enorme y… ¡Au revoir mon amie!