Si reflexionamos sobre el papel de la mujer a lo largo de la historia, creo que nadie —a estas alturas— podría dudar del discreto segundo plano al que siempre ha estado sometida. Y ya, si focalizamos en el papel que ha representado históricamente el sector femenino dentro del panorama artístico, creo que está bastante claro que, sin duda, se trata de un papel totalmente secundario.
A quién ponga
esta información en tela de juicio le invito a reflexionar sobre lo siguiente: ¿Cuántos artistas masculinos nos enseñan en colegios, institutos o universidades?
Ahora bien, ¿a cuantas mujeres nos exponen? Creo que la respuesta que a cada
uno le viene a la cabeza será la misma, la cual resulta totalmente esclarecedora.
Incluso yo misma he
de confesar que, estudiando Gestión Cultural, no dejo de asombrarme
cuando no hemos dado, en clase alguna, ninguna autora de absolutamente ninguna
disciplina artística. ¿Qué es lo que pasa?, ¿es que acaso no las hay? Sí, claro
que sí que las hay, el problema es que no se les ha reconocido.
Un hecho, el
anteriormente comentado, al que se suma, para más inri, el hándicap añadido de
que ni si quiera, las pocas féminas que se atrevían a producir arte en cualquiera de sus formas, podían firmar con sus propios nombres. Esto era debido a que, por aquel
entonces, solo por el hecho de ser mujer, sus obras iban a ser directamente
desestimadas y menospreciadas.
Pero… ¿con todo lo
que sabemos ahora, ¿por qué no se les otorga el reconocimiento que se merecen? La
cruda realidad es que, a pesar de que nos consideremos una sociedad bastante
avanzada en temas de género e igualdad, la realidad dista mucho de esa idealizada
utopía.
En mi caso
personal espero, a través de este diario, poder aportar mi pequeño granito de
arena y reivindicar el arte sublime de tantísimas artistas que, durante
tantos siglos, han sido condenadas a permanecer en la sombra.
Desde que
comenzara a escribir “el diario de Ro”,
juntos ya hemos podido conocer un poquito más sobre grandes artistas femeninas como
Frida Kahlo o Emilia Pardo Bazán. Y hoy, con esta nueva entrada, quiero
presentaros a otra de mis pintoras favoritas, cuyo talento pictórico es
incalculable, la gran desconocida —y sin embargo talentosísima— Vanessa
Bell.
Quizás haya quien
reconozca a Vanessa al indicar que fue hermana de otra de las grandes, esta vez
de la literatura, Virginia Woolf. Pero Vanessa fue mucho más que la hermana de
esta grande de las letras. Y a mí, personalmente, su historia, me conquistó.
Vanessa Bell — o
Vanessa Stephen, si atendemos a su apellido de soltera—, nació en 1879, siendo la
mayor de cuatro hermanos, entre ellos, como ya he comentado anteriormente, Virginia Woolf.
Al ser la primogénita
del matrimonio formado por el catedrático, historiador y novelista Leslie
Stephen y la modelo Julia Stephen, a la muerte de su madre, quien
falleciera bastante joven, Vanessa tuvo que coger las riendas de su casa,
cuidando no solo de sus tres hermanos sino, además, de un padre muy enfermo que
le ocupaba la mayor parte de su tiempo. Y todo ello soportando a dos
hermanastros, fruto del matrimonio anterior de su madre, los cuales acabarían
abusando —en todos los sentidos— tanto de ella como de la pequeña Virginia. Además
de tener que soportar a una hermanastra más, fruto del matrimonio también anterior de
su padre, la cual tenía severos problemas psicológicos. Unos problemas que
acabarían con el ingreso de la chica en un psiquiátrico al volverse la situación totalmente insostenible.
Tiempo después, cuando
la situación al fin se le tornó algo más estable —aunque dura y desagradable—
sucedería otra de las muertes que iban a marcar la vida de esta pintora para
siempre, esta vez la de Leslie, su padre.
Sin embargo, en esta ocasión, y al contrario de la tragedia que para ella supuso el fallecimiento de su madre, la muerte de su padre para ella significó toda una liberación puesto que, tras la misma, tanto Vanessa como Virginia lograron al fin salir de su casa familiar mudándose al barrio londinense de Bloomsbury, donde ambas comenzarían a dibujar la vida que cada una quería realmente vivir.
En la siguiente frase citada por la propia Bell queda constancia de la situación que acabo de comentar: “fue emocionante salir de una casa en la que había tanta tristeza y depresión, y llegar a estas paredes blancas, con grandes ventanales que se abren a árboles y césped, y tener, por fin, una habitación propia, poder ser dueña del propio tiempo es un sueño”.
Flores en jarrón de cristal. 1920
Los acontecimientos que, hasta ahora, habían marcado la vida de Vanessa fueron conformando su marcada personalidad. Bell era una persona independiente, decidida, valiente y libre. Tal era así, que acordó, con el que se convertiría en su futuro marido y padre de sus dos hijos, Cline Bell, que tendrían un matrimonio abierto, una circunstancia totalmente revolucionaria si tenemos en cuenta que hablamos de un matrimonio de primeros del siglo XX.
En cuanto a su
relación con Virginia, cabe destacar la gran dependencia que la literata sentía
hacia la pintora, viéndola más como madre que en muchas ocasiones como hermana.
Virginia siempre admiró de Vanessa su carácter amable, libre, fuerte, independiente y su pasión por su familia.
Ambas hermanas se retroalimentaban en todos los sentidos, sirviéndose de inspiración para las pinturas de una y la escrituras de la otra.
Las hermanas Virginia y Vanessa Stephen
Pero centrándome
ahora en la pintura de Vanessa, cabe destacar que fue una de las introductoras
del impresionismo francés en Inglaterra. Lo suyo era romper moldes, y en el
mundo de la pintura no iba a ser menos. Sus obras, de carácter vibrante, eran
un canto a la vida, tratando temas, para muchos, escandalosos.
Su pasión por esta disciplina artística, le llevó, en 1913 a fundar, junto con otros dos socios, los talleres Omega. Un colectivo que nació con la idea principal de eliminar la división entre las Bellas Artes y las Artes Decorativas.
Los pintores que formaban parte
de este movimiento se caracterizaban por querer plasmar, mediante un diseño
totalmente utilitario las corrientes que comenzaban a aflorar en el arte
moderno, sirviéndose para ello de patrones postimpresionistas, cubistas y
fauvistas.
Frederick and Jessie Etchells. 1912
Apuntar que no
solo se ceñían a la producción pictórica, sino que, además, producían en
cerámicas, mosaicos, tejidos, objetos decorativos, etc.
Su carácter emprendedor
queda patente también en la puesta en marcha del “club de los viernes”, una asociación dedicada y constituida, sobre
todo, para mujeres. En este club, sus participantes se sentían totalmente
libres para comentar cualquier disciplina artística o para compartir con sus
compañeras sus propias producciones.
Tan solo tres años más tarde, en 1916, debido a la Primera Guerra Mundial, la vida de Bell cambiaría drásticamente para siempre. La unidad familiar se vio obligada por las citadas circunstancias a mudarse a Charleston, concretamente a una casa de campo típica del siglo XVI la cual se convertiría no solo en su refugio creativo, sino también en un punto de reunión cultural donde acudirían diversos amigos y camaradas.
Así describe Vanessa su nuevo hogar y las continuas visitas
que, encantada, recibía entre sus milenarias paredes: “la casa parece estar llena de jóvenes de muy buen humor, que se ríen de
sus propias bromas, tirados en el jardín, que es simplemente un resplandor
vacilante de flores, mariposas y manzanas”.
Con el paso de los
años, la casa de Charleston se convertiría en un imán para la
vanguardia intelectual y en un testigo mudo del arte que entre sus paredes se
respiraba. Pronto llenaron de colores y dibujos sus frisos, sus muebles, sus
paredes… Todo, absolutamente todo, se impregno del postimpresionismo que allí
reinaba. Charleston se convirtió en “un
hogar colmado de arte, amor y magia”.
Salón de la casa de Vanessa en Charleston
En cuanto a su
obra, profundamente impresionista, se caracteriza por abundar en ella los rostros
en blanco que contrastan profundamente con el ambiente que le rodea. Otra
constante en su producción artística eran los paisajes.
Además, resulta
muy interesante como Vanessa era quien ilustraba las portadas de los libros de
su hermana Virginia, recubriéndolas con dibujos e ilustraciones que solían
emanar serenidad, paz, fluidez y tranquilidad.
Todo ello, unido a
su calidad pictórica y artística, así como gracias a su creatividad desbordante,
la han convertido en una de las mayores contribuidoras a la pintura paisajística
y retratística británicas del siglo XX.
Además de todas
las luces y sombras que he ido comentando a lo largo de este post, sin duda, el
golpe más fuerte que mi protagonista de hoy recibiría en su vida sería el suicidio
de su queridísima hermana Virginia a sus 59 años.
Vanessa sobrevivió
más de 20 años más que su hermana, pero jamás volvió a ser la misma, puesto que
se había marchado la persona más importante de su vida, con la que había
compartido una infancia durísima y con quien había renacido hasta convertirse
en la gran mujer que fue.
Finalmente, Bell
falleció, a los 89 años de una enfermedad cardiovascular, pero dejándonos una
obra pictórica inolvidable.
Y hasta aquí mis
pequeñas pinceladas sobre la intensísima vida de esta gran pintora
impresionista. Espero que os haya gustado y os animéis a conocerla un poquito
más. Como habéis podido ver, durante toda la publicación varios de sus cuadros
han ido salpicando de pintura mis palabras, dejando patente la calidad artística
de Vanessa.
Si queréis conocer
un poquito más sobre ella, podéis hacerlo visionando la magnífica película que
sobre ella trata: Las horas (2002),
donde Miranda Richardson y Janet McTeer la representan de manera magistral.
Una vez más, gracias por estar ahí, descubriendo la magia conmigo, en este caso a través del pincel de esta maravillosa artista. Y, como siempre, nos vemos muy pronto en “el diario de Ro”.
Virginia: “Vanessa era un cuenco de agua dorada que
rebosa, pero nunca se desborda”.
Interior con la hija del artista. 1936
*Breve reseña de las fotografías que aparecen en el post: