La entrada de hoy del diario de Ro va a ser muy especial. En ella viajaremos en el tiempo, invitándoos a que vivíais y disfrutéis conmigo del último viaje que he hecho recientemente y que se ha convertido en uno de los más especiales de todos los que he hecho hasta el momento...
La verdad que siempre he pensado que hay viajes y viajes. Viajes de los que vuelves con buen sabor de boca, viajes divertidos e incluso viajes inolvidables. Y luego están los viajes verdaderamente especiales, los que se ganan un pedacito de tu corazón, los que te cambian, los que te remueven todos tus cimientos hasta hacerte volver a casa siendo otra persona, los que te hacen re-conocerte o quizás —y mejor dicho— los que te demuestran, de verdad, quién eres tú, en toda tu esencia y libertad. Y lo cierto es que a mí, hasta el momento, esto solo me había pasado con Berlín, un viaje que lo significó todo, a todos los niveles imaginables y que, sin duda, siempre será un punto de inflexión en mí.
Y si Berlín es el viaje de mi vida, de cerca ahora también le sigue Marruecos, convirtiéndose en un destino que ha roto todos mis esquemas, fulminado el dicho de "segundas partes nunca fueron buenas". Porque no es que la segunda vez que he ido haya sido buena —como dice el refrán— sino que esta ha sido infinitamente mejor.
La primera vez que pisé este país
fue en 2012, concretamente la ciudad de Tánger, donde tuve una
experiencia tan mala que juré y perjuré que nunca más volvería a pisar el norte
de África. Ni si quiera las continuas alabanzas que mi padre me hacía de su
viaje allí sembraron en mi ni un atisbo de duda que hiciese tambalear mi, hasta entonces, firme decisión.
Mi rechazo era total hasta que una mañana, en la habitación de un hospital, una de mis mejores amigas empezó a hacerme dudar. Ella es una enamorada de Marruecos, ha ido varias veces, y todas y cada una de ellas con una experiencia a cual mejor. Fue escuchándola cuando comencé a plantearme si yendo y haciendo otro tipo de viaje mi idea tan pesimista del mundo marroquí cambiaría. Ay si en ese mismo momento hubiese sido consciente de lo que iba a vivir.
Finalmente, meses más tarde, y tras muchas conversaciones, decidí
embarcarme en esta aventura. Le daría una nueva oportunidad a Marruecos, eso
sí, de la mano de ella, como no podía ser de otra manera. Y ahora… ahora no puedo alegrarme más.
Recuerdo el día de antes como
si fuese ayer —a buen seguro, ella también—, llena de miedos, haciéndole miles
de preguntas, temerosa de cómo fuese a salir todo. Y recuerdo también como ella
se asombraba e intentaba trasmitirme la tranquilidad con la que ella viajaba,
instándome a dejar mis miedos y mis prejuicios en casa, insistiéndome en que me
centrase solo en disfrutar.
Porque eso era todo lo que me
pasaba, que estaba llena de miedos y de prejuicios que, de no haberme atrevido
a enfrentarlos —algo totalmente imposible sin su ayuda— me hubieran
hecho perderme una de las aventuras más mágicas que he vivido en mi
vida.
24 horas más tarde estábamos en Sevilla mi amiga, su pareja y yo, montándonos en un avión con destino a Fes,
rumbo al que se convertiría en uno de nuestros nuevos destinos favoritos.
Llegamos a medio día, y tras poner a
punto nuestro pasaporte, salimos de la terminal buscando al que sería nuestro
guía. Nuestro viaje lo hemos hecho con “Marruecos con tus ojos”, una empresa turística local que nos diseñó todo nuestro tour
en función de las ciudades que les dijimos que queríamos visitar. Y,
sinceramente, no pudieron haberlo organizado mejor. Gracias a ellos no
tuvimos que preocuparnos de nada, todos los hoteles estaban ya asignados, las
comidas concretadas y todo organizado hasta el último detalle, solo
teníamos que preocuparnos de disfrutar.
Y, además, no pudimos tener más
suerte con nuestro guía. Desde el momento que nos recogió en aquel
aeropuerto, no nos dejó hasta nuestra vuelta a España, esta vez en Tánger,
donde cogeríamos nuestro avión de vuelta a casa. Pero no quiero acercarme ya al
final de esta aventura... Comencemos (re)viviendo los cinco maravillosos días que, gracias a ellos,
pudieron hacerse realidad.
Una vez llegamos y nos encontrarnos con nuestro guía, nos subimos al coche y pusimos rumbo al que sería nuestro primer destino, Merzouga, donde pasaríamos nuestra primera noche justo a las puertas del desierto.
Nuestra primera parada en el largo camino hacia nuestro destino fue Ifrane, “la Suiza marroquí”, donde pudimos cambiar nuestros euros por dírham y donde pudimos, por primera vez, ser realmente conscientes de donde ya estábamos.
Paseamos por sus calles, llenas de
gente, olores y colores los cuales se quedarían con nosotros durante el resto
del viaje. Además, aún allí pudimos visitar la escultura en piedra del “león del Atlas”, símbolo de la ciudad.
Nuestra siguiente parada fue en los bosques de Cedros, donde dimos de comer
a los monitos que por allí campaban a sus anchas. Tras este ratito, ahora sí,
comenzaba nuestra bajada hacia el desierto.
Casi a la media noche llegamos al
que sería nuestro primer “riad” el Dar Hassan, donde a pesar de la hora nos
tenían preparada una cena espectacular. Pero para espectacular su habitación,
que no nos pudo gustar más.
Uno de los recuerdos que tengo
grabado a fuego es cuando tras nuestra primera noche nos levantamos y salí de
la habitación. Nunca, pero nunca, se me olvidará el paisaje que se dibujó
frente a mi cuando salí a la terraza. Esa inmensidad, con las dunas al fondo,
salpicada de camellos y dromedarios, con el único ruido del silencio es algo
que nunca podré olvidar.
Tras un "copioso desayuno", nos recogió nuestro guía para llevarnos, ahora sí, al corazón del desierto. En todos y cada uno de los trayectos que hicimos en coche no pudimos estar más a gusto, pero este, no sé si por ser el primero o por qué, para mí fue especial. Paseamos por las dunas, parándonos en algunas ocasiones para sacar fotos tan increíbles como las que dejo a continuación. Incluso disfrutamos del camino sentados sobre las ventanillas del coche, respirando la magia que teníamos a nuestro alrededor.
Así, llegamos a uno de los diversos pueblecitos nómadas que aún resisten en el desierto. Fue una experiencia muy emocionante. Llegar allí, que literalmente está en medio de la nada, ver a esos niños, en las condiciones tan primarias en las que viven, ser testigos de cómo familias que no tienen prácticamente nada, al verte llegar te lo ofrecen todo, o el ver como los ojitos de aquellos pequeños se iluminaban con los regalitos que les llevábamos… es algo que me resulta imposible explicar con palabras, como tantas veces me había intentado trasmitir mi amiga y que, ahora, entiendo más que nunca.
No sé exactamente qué cambió dentro de mi aquel 25
de agosto, lo que sí sé es que una parte de mí se quedó allí y que ellos,
para siempre, se han colado en un rinconcito de mi corazón.
A pesar de todas las emociones de
aquella mañana nuestro viaje continuaba. Pude conducir por el desierto,
disfrutamos de unas vistas panorámicas increíbles de sus dunas, incluso pudimos
disfrutar, en el pueblo Khamlia, de
un pequeño concierto de música típica de Gnawa.
Tras una parada para descansar a
medio día, volvimos a poner rumbo al desierto, esta vez para dar un paseo en
dromedario hasta nuestras haimas,
donde íbamos a dormir aquella noche. Una vez teníamos todos colocados nuestros
pañuelos, pusimos rumbo al campamento sobre nuestros nuevos —y peludos— amigos.
Ni la tormenta de arena pudo empañar aquel momento en el que, si bien no
pudimos ver el atardecer como nos hubiese gustado, fue mágico.
Cuando llegamos al Krich Camp —que era el nombre de nuestro
campamento— nos quedamos con la boca abierta. Varias haimas formaban parte de aquel complejo donde pasaríamos la noche,
que bien parecía un escenario típico de “las mil y una
noches”.
Tras refrescarnos y ponernos cómodos salimos, ya de noche, a tomar un té mientras llegaba el momento de nuestra cena. Ahí conocimos a otros viajeros y guías, con los cuales compartimos no solo el momento de la cena, sino también la música y los bailes que más tarde le siguieron.
Para mí, sin duda, fue la noche
más especial de todo el viaje. No solo porque conocimos a gente estupenda,
sino porque finalmente decidimos dormir bajo las estrellas.
Mi pelea con el sueño es un hecho, y entre todos los que aquella noche conocimos, hubo algunas chicas a las que les pasaba exactamente igual que a mi, por lo que no dudamos en hablar hasta la madrugada, para desesperación de nuestros guías y amigos que, en un principio —porque luego sí que la mayoría se animaron— deseaban dormir. Y así, entre susurros, risas y confidencias, disfrutamos de un ratito que quedará grabado en nuestra memoria para siempre.
No podía dejar de mirar a un lado y a otro. Miraba a mi amiga, sobre quien hubiese saltado llenándola de besos si no hubiese estado aún durmiendo, agradeciéndole todo lo que estaba viviendo gracias a ella.
Y miraba, además —agradecida de coincidir— a todas aquellas personas con las que habíamos compartido aquella noche, entre los cuales, algunos de ellos, ya disfrutaban como yo de aquel instante que, a buen seguro, se iba a convertir en un recuerdo inolvidable para todos.
Después de descansar otro ratito,
recogimos todo, nos arreglamos, y nos fuimos a desayunar. Tras las despedidas
de los que durante 24h fueron nuestros compañeros de viaje, y con la promesa de
seguir en contacto, nos esperaba nuestra siguiente aventura, el paseo en quad.
Un paseo que empecé a disfrutar cuando me senté de copiloto mientras trazábamos un impresionante recorrido por aquellas las dunas, regalándonos unas vistas del desierto
aún más imponentes si cabe de las que habíamos visto hasta ahora.
Y justo ahí terminó nuestro sueño en el desierto. Me gustaría poder encontrar palabras que, de verdad, hicieran justicia a todo lo allí vivido, pero siento que, utilice las que utilice, voy a quedarme demasiado corta. Lo que es incontestable es que el desierto te cambia. Yo, que no quería ir, que me negaba en rotundo, ahora lo único que quiero es volver para paladearlo todo a fuego lento. Yo, que renegaba de este país y de esta cultura, ahora siento que forma parte de mí. Esos amaneceres, los atardeceres, su realidad —tan radicalmente diferente a la nuestra—, los aromas, los colores, su gente, sus costumbres, su inmensidad, sus paisajes, su ambiente… Matices, todos ellos, que juntos han hecho que para mí esas 48 horas, con todos los recuerdos que en ellas se encierran, se sean ya de acero inolvidable.
Y mientras intentábamos digerir todo
lo que acabábamos de vivir, comenzábamos con nuestra subida hasta Marrakech, donde antes de llegar
haríamos noche en el valle del Dades.
En nuestro camino al valle, paramos
en Melaab, donde mi amiga y yo nos
hicimos la henna y donde nos vistieron con los trajes típicos —chilaba y pañuelo incluido— los cuales, los míos, me los traje a
España totalmente enamorada de ellos.
La diversidad de paisajes es uno de los aspectos más enriquecedores que nos llevamos de este viaje. Del desierto total pasamos a un paraje protagonizado por piedras enormes. Las Gargantas del Todra fue nuestra siguiente parada. Fue impresionante poder ver el río Todra flanqueado a ambos lados por paredes verticales de piedra, lleno no solo de turistas, sino también de familias que pasaban allí su día comiendo y disfrutando juntos.
Una vez en el valle del Dades,
volvimos a disfrutar de un hotel de ensueño, el hotel Babylon Dades, donde
cenamos y donde, derrotados, nos fuimos a dormir para recargar pilas para lo que nos
esperaba el día siguiente.
Pronto volvimos a ponernos en camino, con Marrakech como destino final. Hicimos de nuevo varias paradas, siendo mi favorita la que hicimos en Ait Ben Haddou, un pequeño pueblo, fortificado, donde se han rodado numerosas películas y series, como Juego de Tronos. No me extraña que este enclave sea patrimonio de la humanidad, sus pequeñas callecitas, salpicadas de los colores que las tiendas que hay en ellas le imprimen, sus vistas, todo… todo contribuye a que este marco sea tan especial.
Y de ahí, de la tranquilidad más
absoluta, de vivir unos días en los que el tiempo parecía que se había parado
pasamos, casi sin darnos cuenta, al caos de Marrakech. En la ciudad nos
quedamos cada noche en un riad distinto, a cuál mejor. Pero, sin duda, el de la
última noche, el Riad Tassili, se
llevó la palma.
Como decía, Marrakech es, para mí, tras los dos días que lo vivimos, un caos ordenado. Allí todo vale, no hay normas de circulación, la diversidad cultural es infinita, y su plaza principal, Jamaa El Fna, es el máximo exponente de la vida “sin reglas”.
Qué merece la pena conocerlo es incontestable, que es una parte fundamental y fiel exponente de la cultura marroquí también, pero, sin duda, y haciendo balance de todo lo vivido, me quedo con el desierto.
Marrakech, siempre hablando desde mi humilde opinión,
lo disfruté, sobre todo, desde sus terrazas, observándolo todo desde el punto
de vista propio del espectador mientras que, el desierto, es para vivirlo a
pie de duna, como un protagonista más de su historia; ahí radica, para mí , la
diferencia: Marrakech quería verlo, pero el desierto quería vivirlo.
Y hasta aquí la crónica de este inolvidable
viaje. Seguramente, las palabras que aquí más se repiten son magia,
impresionante e inolvidable. Y es que, esas son las tres características
que definen esta experiencia. Algo que, como ya dije al principio, he podido
vivir gracias al empuje que me dio mi compañera incasable de viajes que, junto
a su pareja, formamos durante aquellos días un tándem perfecto,
disfrutando cada segundo de una experiencia que, a todos, nos ha cambiado un
poquito la vida. Gracias amiga, por seguir haciéndome ver la vida con otros ojos, por empujarme a salir de mi zona de cofort, por animarme a no perderme nada por culpa de miedos y prejuicios... en definitiva, por hacerme, con todo esto, crecer.
Llegados a este punto, y tras contaros con pelos y señales todo lo allí vivido, ahora sí que puedo afirmar —y quien me lea entenderlo— que tengo una idea totalmente distinta de Marruecos, un lugar donde he podido sentirme segura —algo que, tras mi primera experiencia me preocupaba, y mucho—, donde he podido ser yo más que nunca, donde te das cuenta del valor que tienen realmente las cosas, donde eres realmente consciente de a lo que hay que darle prioridad, de lo que verdaderamente importa.
Un destino que también nos ha enseñado que
“la prisa mata”, que “donde parece que no hay nada es donde
realmente sucede todo” y que “la vida
es como una vaca, que a veces da leche y a veces caca”, como bien nos decía
nuestro guía. Y es que, a veces, por muy negro que lo veamos
todo, la vida siempre nos va a regalar momentos cargados de luz, y magia, como este viaje, que si algo ha sido es luz y magia.
Y hasta aquí mi post de hoy del diario de Ro. Una entrada en la que he
intentado trasmitir todo lo vivido en una de las experiencias más mágicas de mi
vida, con un escenario como protagonista en el que no me quería volver a subir y
del que ahora... ahora no quiero bajar.
Como siempre, muchas gracias por estar ahí, justo al otro lado de la pantalla y nos vemos muy pronto en otra entrada del diario de Ro.