Cambiando un poco de temática, me gustaría presentaros, a continuación, otra de las secciones que van a ir apareciendo en mi blog, cuyos protagonistas van a ser mis propios relatos. Este apartado lo conformaran diversas historias que he escrito, que estoy escribiendo o que escribiré, y que estaré deseando compartirlas con vosotros.
Y quiero empezar esta sección, precisamente, con uno de los relatos que realicé para el curso de Creación Literaria que cursé en la universidad de Sevilla durante el año que estuve viviendo allí. El relato se titula "Reencontrar-te", y está dedicado a una de las personas más importantes de mi vida, mi abuela Carmen, quién, hace no mucho, nos dió una lección a todos de fortaleza, valentía y superación.
Comentaros también que este relato forma parte del libro que, entre todos los compañeros, editamos y publicamos, titulado: "El cuento o la vida", disponible en Amazon.
Y bueno, espero que os guste y, sobre todo, que os haga sentir.
A ti,
mi Carmen,
porque sigamos volando juntas.
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"Reencontrar-te"
Solo podía correr. Correr por aquel interminable pasillo en busca de las enfermeras. Pero para mi sorpresa, por allí no había nadie. El pasillo estaba desierto, ni siquiera había familiares agolpados en las puertas de las habitaciones que llenaban aquella planta infernal. Era medio día, marzo, hacía frío y todo el mundo estaba resguardado en su propia intimidad. Pero yo no podía esperar más, mi abuela no podía esperar más.
En lo que me pareció una eternidad, llegué hasta el otro extremo de la planta, apoyándome con ganas sobre el mostrador de la recepción del personal del hospital, donde tampoco había nadie. Casi en un acto reflejo me dirigí entonces hacia la puerta de la sala de descanso que estaba justo entrando en ese mismo habitáculo, a la derecha. Cuando me paré delante de la misma, perfectamente cerrada, pude leer una nota en la que informaban que estaban comiendo. No me lo podía creer.
Durante más de quince minutos, había estado pulsando la perilla que se debe presionar si había alguna urgencia. Y la había, vaya si la había. Mientras corría no podía quitarme de la cabeza los celestes y cristalinos ojos de mi abuela cargados de sufrimiento y de lágrimas, debido a que el dolor que le estaba produciendo la úlcera de su pie izquierdo resultaba, ya a estas alturas, insoportable.
Mi indignación llegó a niveles estratosféricos cuando, en aquel momento, comprobé que el motivo de su abandono era porque todo el personal estaba comiendo. Cinco enfermeras en un turno, trabajando en una planta con enfermos de tercera edad y graves, ¿y las cinco tenían que detenerse a comer juntas? Me resultaba inhumano.
El sonido de sus risas fue lo que finalmente desató toda mi rabia. Mi dolor por ver sufrir a mi abuela salía ahora rebosante por cada poro de mi piel, y no podía pararlo. En vez de entrar como si fuese un huracán, y demostrándome a mí misma que aún me quedaba algo de cordura, aporreé aquella puerta sin cesar, con toda la fuerza que pude, con la esperanza o bien de que me abrieran o bien de que la puerta se terminara rompiendo, en aquel momento me daba exactamente igual. Tras unos instantes de tensión la puerta se abrió y una enfermera, con semblante de pocos amigos, me encaró:
—Perdona chica, ¿pero no ves que estamos comiendo? — me dijo mientras masticaba con la boca abierta a la vez que señalaba una y otra vez con su enorme dedo índice el maldito cartelito de la puerta. A esas alturas yo no estaba precisamente para tonterías.
— Mire... Señora—acerté a contestar con toda la paciencia que pude ante su irritante actitud—. Me da exactamente igual que estén comiendo, durmiendo, bailando, o viendo la televisión. Estamos en un hospital, en una planta con enfermos graves, sois cinco personas, y mi abuela no puede soportar más el dolor. Necesita más calmantes, morfina o lo que quiera que sea. Pero necesita algo, así que, si hace el favor, venga alguna de vosotras de inmediato y atiéndala. Gracias.
— A su abuela ya le dimos el calmante hace un par de horas, así que tendrá que esperar a que haga efecto. Que vea la televisión y se distraiga— me soltó con desprecio—. Cuando terminemos de comer nos pasaremos a verla —sentenció volviéndose hacia el interior de la habitación sin prácticamente mirarme.
Y no sé si fue la rabia, el instinto o mis reflejos los que me hicieron ser más rápida que ella y aguantar la puerta con el brazo antes de que la enfermera volviera a perderse dentro de aquella habitación.
—Y yo le digo que mi abuela no puede aguantar ni un segundo más — dije gritando—. Está desconsolada en la habitación, llorando como nunca antes la he visto. Si le habéis puesto un calmante hace dos horas, no le ha hecho ningún efecto. ¿Acaso cree que no hemos esperado? — ahora si que los familiares de los pacientes de otras habitaciones comenzaban a llenar el pasillo, atraídos por la escena que estábamos protagonizando—. ¡Llevo quince minutos pulsando la puta perilla de emergencia porque mi abuela no puede esperar más, está con un ataque de ansiedad, hiperventilando, desesperada ¡¿y usted va a decirme que se ponga a ver la televisión?!. Dígame, Mercedes — dije llamándola por su nombre al verlo grabado en su placa—. ¡¿Usted sería capaz de dejar en esas condiciones a su abuela por terminarse un plato de comida? ¿tendría usted esa poca vergüenza?! — le inquirí, notando las miles de lágrimas que estaban a punto de derramarse sin remedio por mis mejillas ardientes.
Mercedes por fin salió de su hastío, y tras mirar a su alrededor y observar a todo el público que se había congregado en torno a nosotras, sonrió avergonzada, intentándole quitar hierro a nuestra fuerte discusión.
—Vamos a ver a tu abuela— dijo con desprecio mientras cerraba la puerta que hasta ese momento yo continuaba sujetando a su espalda—. Acompáñame, vamos a por morfina, si los calmantes no le hacen efecto necesita algo más fuerte — comentaba la enfermera una vez que avanzábamos por el pasillo—. Y prepárate, porque eso significa que la infección es mucho grave de lo que nos podíamos imaginar.
. . .
Cuatro días antes, mi madre y yo fuimos a visitar a mi abuela a su casa. Llevaba meses con una infección bastante fea en el pie izquierdo, pero, tanto el médico de familia, como la enfermera, cada vez que acudían a verla, solo se limitaban a limpiarle la herida y a recetarle cremas y tratamientos preventivos que, como nos temíamos, y como hemos comprobado después, no le hacían absolutamente nada.
Aquel martes, cuando llegamos, la encontramos peor que días anteriores. La infección estaba mucho más extendida, y con un aspecto más que desagradable. Mi madre ya no podía si quiera tocarle el pie para intentar limpiarle las heridas del dolor que mi abuela sentía, y mira que mi madre lo hacía con un cuidado y con un tacto exquisito, el problema era que la situación ya era insostenible. Por lo que decidimos que era el momento de llamar a la ambulancia.
En dos horas estaban los servicios sanitarios preparando a mi abuela para trasladarla al hospital. Instantes antes de subirla a la ambulancia, acaricie su manita e intenté tranquilizarla diciéndole que, por fin, todo se iba a acabar, que nada más llegara al hospital le pondrían cualquier tratamiento y entonces el dolor desaparecería. Unas palabras de alivio a la que mi abuela me respondió con toda la ternura que en su estado podía destilar:
—Cariño, ¡te quiero! — me decía, a la vez que dejaba descansar su otra mano en el bloque que ya estaban formando las nuestras—. ¡Y no se lo vayas a decir a tus primos!, pero eres mi nieta favorita, ¿lo sabes verdad Lucía? Todo va a salir bien.
Asentí y le di un beso en la mejilla, separando nuestras manos. No tenía más nietas, aunque si nietos, era normal que fuese su favorita. Mi abuela y su sentido del humor. Toda la vida había sido una mujer muy fuerte, de esas que no se arrugan ante ningún temporal, de esas que por más que quieran gritar de dolor sellan sus labios por temor a preocupar a quienes la rodean. Incluso en esos momentos de tanto sufrimiento y miedo, Carmen siempre esbozaba una sonrisa para consolarnos a todos, aunque su corazón, en realidad, no pudiese parar de llorar.
Mercedes entró en la habitación. En mi caso necesitaba, antes de entrar, tranquilizarme. Estaba agotada. Aquella noche no había dormido y, para más inri, la mañana de mi abuela había sido horrible. Apoyé la espalda justo en la pared que estaba al lado de la puerta de su habitación y me dejé caer hasta que me senté en el suelo. Entrelacé mis piernas y agaché la cabeza buscando refugio entre mis manos y respiré. Respiré hondo como si se me fuese a acabar el aire. A veces me sentía así, como si me faltase el aire en los pulmones, como si algo me presionara tanto el pecho que no era capaz de respirar.
Un momento de tranquilidad que no duraría mucho. Me levanté como un resorte al escuchar los gritos desesperados que, muy a mi pesar, ya me resultaban demasiado familiares.
Al entrar mi abuela seguía llorando. Mientras, a su lado, Mercedes interpretaba los índices que bailaban por las pantallas de todos los aparatos que allí estaban instalados. No tardó en referirse a mí al verme entrar en la habitación.
—¿Lucía te llamabas verdad? — asentí. Sal conmigo un momento —me dijo mientras le inyectaba la morfina. Y una vez fuera, asegurándose de que nadie más pudiera oírnos comenzó a hablar.
—Lucía, la infección no remite, al contrario, crece sin parar. Voy a llamar a la médica cardiovascular para que suba de inmediato, porque esto es grave. — Y al escucharla yo no pude más que asentir, deseando que aquello sucediera lo más pronto posible.
Mi madre y mis tías ya estaban junto a nosotras apenas media hora después de mi llamada, donde informaba a cada una de ellas de la situación y de que era inminente que una médica de medicina vascular subiera a la habitación para valorar el caso de la abuela. Así que, para cuando ésta llegó ya estábamos todas esperándola.
La médica entró y nos pidió por favor que nos quedásemos fuera durante la evaluación. Creo que, en ese momento, el tiempo se congeló, porque nunca se me habían pasado más lento apenas diez minutos de reloj. Y cuando por fin salió, sus preocupados ojos verdes trasmitían lo que, de inmediato, sus labios nos iban a confirmar.
—Hola buenas tardes, soy Claudia y soy médica cardiovascular—se presentó—. Os comento un poco la situación real que está viviendo Doña Carmen. La infección que tiene en su pie izquierdo ni remite, ni le hacen efecto los medicamentos que le suministramos porque no tiene circulación. De ahí también que nada de lo que se le administre llegue siquiera a la zona afectada — intentó seguir explicándonos la situación con una paciencia y una y tranquilidad envidiables —. Ante esto tenemos dos opciones. La primera, y la que veo más viable, es amputar, y no únicamente el pie, sino la pierna, por debajo de la rodilla, porque si no la infección se le puede reproducir. O, si les desagrada esa opción, a vosotros o a Carmen, la segunda es realizarle cuidados paliativos hasta que su cuerpo diga basta.
Mi mente se quedó totalmente paralizada al escuchar la palabra amputación. A partir de ahí, todo lo que la médica continuó diciéndonos lo oía, pero no la escuchaba. Ya habíamos pasado por esto con otro familiar, mi tío, y no sobrevivió, siendo aún más joven que mi abuela. No, no podía ser, no podía pasarle ahora esto a ella.
Cuando comencé a asumir las dimensiones de lo que Claudia nos acababa de comentar, levanté la vista y miré a mi madre y a mis tías. Estaban las cuatro hermanas con sus brazos entrelazados, terminando de escuchar a la médica, como si necesitasen estar unidas para no dejarse caer. Y es que, si para mí era duro... ¿Cómo tenía que estar siendo para ellas?
Lo último que nos preguntó Claudia era que si mi abuela, mentalmente, estaba bien. Mi tía Cinta fue la única que pudo articular palabra, contestándole que estaba mejor que todas nosotras juntas. A lo que la médica nos comentó que, entonces, la decisión de que hacer le correspondía solo a ella y que deberíamos entrar a planteársela cuanto antes. No había tiempo que perder.
Si tuviera que hacer un ranking con los que han sido los días más duros de mi vida hasta el momento, este sería de los primeros. Nunca se me olvidará su carita al vernos llegar a todas a la habitación rodeando su cama. A su izquierda estaba la médica y dos de mis tías y, a la derecha, nos situamos sus otras dos hijas y yo, justo a los pies de su cama.
A medida que la cardiovascular iba hablando, los ojos de mi abuela se iban abriendo como platos. Y, cuando escuchó la palabra amputación, clavó su mirada como un rayo en el maltrecho pie que tanto sufrimiento le estaba causando.
Con los labios totalmente sellados nos miró, para luego volver a dejar su mirada perdida en su pie. Su rostro estaba totalmente blanquecino, sobresaliendo únicamente el malva, cada vez más marcado, que se dibujaba en sus ojeras. De pronto, en unos días, parecía que mi abuela había envejecido diez años. Ya hasta se le marcaban los huesos de la mandíbula del peso que había perdido. Sentí pena, mucha pena, de verla tan triste, tan desprotegida, tan desconcertada ante la noticia, intentando asimilar la información que acaba de escuchar.
Al ver la médica que mi abuela iba a necesitar un tiempo para poder reaccionar, nos instó a que, cuando ella manifestara su decisión, se lo comentáramos a Mercedes, la enfermera con la que había tenido mi encontronazo, y que ella sería la que se encargaría de comentárselo y poner en marcha la operación si se decidiese proceder a ello.
Fue entonces, tras salir la médica y la enfermera de aquel cuarto, cuando mi abuela se rompió. Comenzó a llorar sin consuelo, de pura desesperación, de rabia, de dolor ante la vida por tener que estar pasando por esto. Creo que no me equivoco en afirmar que, todas las que estábamos allí, hubiésemos dado todo entonces para evitarle esta situación que le estaba tocando afrontar. Recuerdo muchas manos intentando consolarla, torpes por no saber cómo acudir, como actuar. Yo ni siquiera sabía, en aquel momento como poderme acercar.
Cuando pasaron, no sé si minutos, o incluso puede que horas, mi abuela comenzó a tranquilizarse. Y cuando por fin estuvo más o menos serena nos trasmitió su decisión, iba a operarse, quería que le amputaran el pie. Si algo tenía claro es que no quería vivir el resto de lo que le quedara de vida postrada en una cama, atiborrada de morfina, esperando únicamente a que su cuerpo dejase de luchar.
Estaba decidido, quería operarse, y quería hacerlo aun sabiendo los riesgos que conllevaría la operación. Pero aun así quería intentarlo, quería luchar por seguir adelante, como llevaba haciéndolo toda su vida. Y, sobre todo, quería dejar de sufrir tanto dolor, y sin pie, nos decía ella, se acabaría su sufrimiento.
Claudia, la médica, una vez conoció la decisión, nos explicó a todas, con todo lujo de detalles, en qué consistiría la intervención. Había pocas opciones de que saliera bien con las diferentes complicaciones que presentaba la paciente. Además, nos comentó también como sería, en el caso de que se recuperara, su vida tras la operación. Yo nada más que hacía pensar en mi tío, como no aguantó más tras dos días después de la operación. ¿Y si volvía a salir mal? Lo cierto es que nadie sabía lo que pasaría, lo que era incontestable era que mi abuela había tomado una decisión y había que arriesgarse a acatarla.
. . .
Días más tarde, llegó el momento de la cirugía. Antes de que comenzaran a prepararla para llevársela al quirófano, quise despedirme de ella. Su mirada siempre había sido especial para mí, llevaba toda mi vida deseando haber heredado sus bellísimos ojos celestes, tan claros que parecían casi de cristal, por ello me resistía a pensar que esa vez fuese la última vez que los vería.
Me subí por última vez a su cama, esquivando todos los cables que rodeaban sus brazos, y me acurruqué al lado de ella, apoyando mi cabeza en su tripa. No tarde en notar sus dedos acariciando mi pelo y el susurró de su voz diciéndome que todo iba a salir bien. Esa era Carmen, esa era mi abuela, la que, a pesar de estar completamente rota se esforzaba por ayudar a recomponernos a todos.
Sin moverme de aquella postura, agarré la mano que le quedaba libre y la acaricié. Su piel estaba tensa, y cada vez más trasparente y demacrada. Después de acariciarla la bese, deseando poder recordar para siempre la sensación de mis labios sobre su envejecida piel.
— Te quiero la vida abuela, no me sueltes nunca.
—Siempre, aunque no puedas verme, voy a estar agarrándote de la mano Lucia.
No me dió tiempo a romper a llorar cuando entraron los celadores para prepararla. Me bajé a regañadientes de la cama, le di un último beso en su huesuda mejilla y salí de la habitación.
Del momento de la intervención recuerdo que, en las puertas del quirófano estábamos todos. Mis tías, mis tíos, todos y cada uno de mis primos, y algunos amigos de la familia. Todos deseando que todo acabara cuanto antes y que acabara bien. La realidad era que había un ochenta por ciento de posibilidades de que mi abuela no superara la operación o de que si lo hiciera y de que en días posteriores sufriera cualquier tipo de complicación, como fue el caso de mi tío. Pero yo soñaba, que esta vez, todo saliera bien.
Cuatro horas y media más tarde, al fin sonó por los altavoces el aviso de que los familiares de Carmen Santos podíamos acercarnos a quirófano. Entraron sus hijos, y a sus nietos no nos quedó más remedio que esperar fuera un poquito más. Cuando salieron, y distinguí a mi madre, corrí a lanzarme a sus brazos al verla llorar.
—¿Mamá que ha pasado? — balbuceé en su oído apartando su inmaculado pelo rizado.
—Mi niña, no te preocupes, lloro de alegría, gracias a dios ha salido todo bien. La abuela ha
sido muy fuerte y ya está en reanimación. Pero la pierna estaba peor que lo que
pensaban, el riego sanguíneo no llegaba ya ni a la rodilla y han tenido que
amputarle por debajo de la ingle. Ahora sólo queda esperar estos dos días a ver
cómo va evolucionando. Pronto la subirán de nuevo a la habitación
—Vamos, deberíamos de ir yéndonos a la habitación para que estemos todos allí cuando vuelva—. Y tras darme un beso en la mejilla, nos dirigimos hacia allí.
Los días siguientes fueron tensos. Estábamos expectantes ante como iría evolucionando la situación. Mi
abuela tenía tanta morfina que no era capaz si quiera de abrir los ojos, solo quería descansar. Sin duda las noches eran lo peor, hubo un par de madrugadas que los médicos de urgencia tuvieron que subir porque la cosa se puso bastante más que complicada. Pero gracias a dios, mi abuela seguía hacía delante.
Y tal fue así que, en dos semanas, le dieron el alta. El día que salimos del hospital fue como si me hubiesen quitado una mochila de la espalda. Sentí un gran alivio al dejar atrás todo lo que habíamos estado sufriendo hasta ese momento, teniendo ahora la esperanza de que, poco a poco, y con el tiempo, todo fuese de nuevo volviendo a su lugar.
Lo que no nos imaginábamos, por aquel entonces, era que el camino más complicado venía ahora. Nada sería igual que antes de la operación. Nunca.
Mi abuela se sumió en una gran depresión. No aceptaba el tener que seguir sin un pedazo de sí misma. Creo que, por mucho empeño en que le pongamos en intentar empatizar y comprender el proceso psicológico que conlleva el perder un miembro de tu cuerpo, eso solo lo va a saber a ciencia cierta quien lo sufra. Y mi abuela no lo asimilaba. Ni siquiera era capaz de mirar el muñón que continuamente le recordaba la dura ausencia a la que tenía que enfrentarse.
Un día, mientras mi madre y yo la lavábamos se miró de refilón y lo vio. Vio su muñón sin venda y, aunque tenía buen aspecto porque había cicatrizado bastante bien, fue demasiado para ella.
Nos pidió que la dejáramos sola, que necesitaba asimilarlo. No quería escuchar ni una sola vez más que todo saldría bien, que se acostumbraría a su nueva situación y todo iría genial en unas semanas. No quería más consuelo, ni notar la pena que todos los que la rodeábamos sentíamos, ni quería que nos siguiéramos compadeciendo de ella. Quería asumir, desahogarse e intentar recomponerse.
Durante esos días, los demás, al verla así, a menudo nos preguntábamos si hubiese sido mejor los cuidados paliativos, pero ahora sabíamos que, ni una opción ni otra, iba a devolverle a ella la vida que tenía. Y al final ella tomo su decisión, y ahora solo nos quedaba acompañarla en el camino de su recuperación.
No le vimos mejora, sobre todo anímica, hasta un año más tarde. Desde aquel día en que se vio los restos de su amputación no había vuelto a querer verse sin vendajes, hasta aquel día. Entonces estaba arreglando su habitación otra de mis tías, Carmen, como también se llamaba mi abuela, a la que le pidió que, por favor, la dejara sola y les dijera a los demás que no la molestasen, quería verse sola el muñón. Tras esa confesión, mi tía, asombrada, salió de la habitación dejando la puerta entornada por si necesitaba en algún momento de nuestra atención.
Al escucharlo, yo que estaba sentada en el brazo del sofá y podía ver lo poco que dejaba la puerta encajada, no pude evitar mirar aquella escena. Mi abuela estaba sentada en uno de los laterales de la cama, con su otra pierna en alto. Poco a poco comenzó a levantarse el camisón hasta que dejó al descubierto su muñón. Quitó sus esparadrapos y tiró de las vendas, desenliándolas temblorosa, con sumo cuidado, como si tuviese entre sus manos lo más delicado que existe sobre la faz de la tierra. Cuando terminó de desenvolverlo y lo miró, totalmente expuesto ante ella, estalló a llorar.
Un escalofrió me erizó toda la espalda. Me quede inmóvil, deseando entrar corriendo a consolarla, pero quise esperar un poco y dejarle que reaccionara como ella necesitase. Era su momento. Sus ojos lo miraban, incrédulos ante la escena que tenía delante y, tras unos minutos, sus manos se acercaros a acariciarlo con mimo. Y entonces dejó de llorar.
No pude más, y sin hacer ruido me acerqué a ella. Me arrodillé ante su cama y posé mis manos encima de las suyas, con un cariño infinito. Cuando mi abuela levanto la mirada y se encontró con la mía, por primera vez en mucho tiempo no lloramos, nos sonreímos, diciéndonos sin hablar, que todo esto íbamos a pasarlo juntas. Y entonces le susurré:
—Abuela, ¿recuerdas cuanto hemos hablado de nuestra Frida? — le dije señalando el tatuaje de mi muñeca y recordándole todas y cada una de nuestras interminables conversaciones sobre nuestra artista mexicana favorita—. Una de las cosas que más admiramos de ella es su capacidad de convertir tanto dolor y sufrimiento en algo extraordinario. La admiramos tanto, entre otras cosas, por como una chica tan joven afrontó su amputación ¿recuerdas?, incluso hicimos nuestra su frase “Pies para que los quiero si tengo alas para volar”. Pues ahora, abuela, tiene más significado que nunca.
Mi abuela no apartaba ahora la vista de mi tatuaje, hasta que le levante la carita con mi otra mano para que pudiese mirarme a los ojos.
— Ahora, abuela, te toca a ti recomponerte, ahora te toca a ti sacar de esto lo positivo y volver a volar, porque tienes alas abuela, unas alas enormes, aunque tú, ahora, no las puedas ver, solo tienes que aprender, con el tiempo, a moverlas — le dije emocionada sin apartar mis ojos de los suyos. Mi abuela entonces me dio un beso en la frente y, tras un largo rato de silencio, me habló.
—Mi Lucía, mi niña. Sé que la infección me ha ganado la batalla, sí, pero te aseguro que la guerra la voy a ganar yo. Sé que será un camino complicado, pero poco a poco voy a volver a ser la misma, te lo prometo. Esto, — dijo aún con nuestras manos en el muñón— ahora forma parte de mí, y tengo que aprender a convivir con ello y a superarlo. Pero la vida me ha dado otra oportunidad y, por mí, y por todos vosotros voy a conseguirlo, aunque ahora me cueste solo imaginarlo.
Y entonces, solo entonces, supe que todo había merecido la pena. Ahí comprendí que todo lo que habíamos pasado, las noches en vela a los pies de su cama, las horas interminables esperando el resultado de la operación, los dos días indescriptibles de después, con el corazón en un puño... Todo, absolutamente todo, había merecido la pena para llegar hasta ahí, para llegar hasta ese nuevo punto de reinicio. Un punto desde el que, por fin, nosotros, pero sobre todo ella, pudiera volver a empezar, recomponerse, reencontrarse y vivir, porque a pesar de todo y con todo, lo único con lo que ahora soñaba mi abuela, era con vivir.
*En cuanto a las imágenes de este post, la primera la he obtenido de Pinterest y la segunda es una foto propia, testigo de aquellos terribles días de hospital.